Miguel Iza protagoniza la película sobre Vladimiro Montesinos. (Foto: Amaranta Films)
Miguel Iza protagoniza la película sobre Vladimiro Montesinos. (Foto: Amaranta Films)
Renato Cisneros

En pocos países como en el Perú se percibe incuestionable aquella frase que Faulkner le hace decir al abogado Gowan Stevens en Réquiem para una mujer: “El pasado no está muerto ni enterrado. De hecho, ni siquiera es pasado”.

A pesar de que circula en el medio local un fuerte discurso conservador que apunta a olvidar lo sucedido en épocas recientes –discurso que abusa de expresiones supuestamente bienintencionadas pero demagógicas y hasta negacionistas como ‘pasar la página’, ‘cerrar heridas’, ‘dejar atrás’–, lo concreto es que ese pasado tan molesto no es dinámico, no se va, no desaparece ni se fumiga. Por el contrario, perdura, está allí como una piedra colosal que muchos quisieran no tener que ver, como un fuego de mediana intensidad que de pronto se aviva, como un ruido cuyo volumen por momentos disminuye pero de tanto en tanto se vuelve ensordecedor y nos hace reaccionar y ver que la historia es circular, que aquello que presumíamos acabado en realidad sigue vivo.

Qué hacer con el pasado, no para que se vaya –ya lo predijo Faulkner: nunca se va, no muere–, sino para que deje de lacerar, de ser molestia continua, llaga perenne. Lo único que queda, estimo, es contarlo, contárnoslo, una y otra vez, en voz alta, hasta la afonía. Se ha dicho en miles de ocasiones pero nunca está de más reiterarlo. Darles algún tipo de consistencia narrativa a los hechos funestos que atormentan a una sociedad tal vez sea la única forma, o la más sensata, de lidiar con ellos. Contar es poner nombre, y cuando se les bautiza a los monstruos se da el primer paso para mantenerlos a raya.

Es lo que sucede con Caiga quien caiga, el thriller policial dirigido por Eduardo Guillot, basado en el libro homónimo escrito hace tres años por el ex procurador antiterrorismo José Ugaz, que se estrenará el jueves 23 en nuestros cines. La película narra la cúspide, persecución y caída de Vladimiro Montesinos, cuya perversidad no solo no ha desaparecido del medio ambiente político sino que viene siendo replicada por todos esos mafiosos que han generado esta coyuntura preelectoral dominada por el asco, la indignación, la desconfianza. Montesinos (al que solo un talento dotado como el de Miguel Iza podía conferir visos de humanidad) es parte de ese pasado que no pasa, que no muere, que está impregnado en el presente, de modo que nos toca revisitarlo en la pantalla grande para ver qué aspectos de su siniestra psicología pasamos por alto hace 18 años, cuando creímos haberlo derrotado sin imaginar que sus oscuros procedimientos tentaculares se repetirían tan pronto, de manera casi idéntica.

Por si faltara un aliciente para ver la cinta, el delincuente ex asesor de Fujimori –en no tan casual coro con Laura, su más célebre sicaria televisiva– se ha quejado públicamente de que la obra de Guillot “daña su imagen”, en lo que constituye la más humorística campaña de márketing involuntario de que se tenga noticia desde que Karina Calmet hiciera, sin querer queriendo, las veces de furibunda publicista de esa otra película clave para nuestra memoria que es La casa rosada.

Pero lo más importante de Caiga quien caiga es que, en estos tiempos en que el prestigio del Poder Judicial está por el suelo del suelo del subsuelo, nos recuerda que la justicia alguna vez funcionó, mejor dicho, que ciertos hombres la hicieron funcionar. El día que se entienda que las instituciones son lo que son gracias a –o por culpa de– personas de carne y hueso, ese día dejaremos de hablar por fin de ‘la falta de institucionalidad’ para hablar de ‘la falta de integridad’, que es lo grave, lo crónico, lo urgente, lo que lleva a un juez supremo a negociar prebendas, a un imbécil de 28 años a amenazar a un serenazgo porque le puso una papeleta, y a todo un Estado a olvidar a los damnificados de tantísimos desastres.

El pasado no es pasado, el pasado nunca muere. Sobre todo en el Perú.

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