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La semana pasada se viralizó un video donde aparece Wendy Ramos ofreciendo una charla motivacional en España sobre su trabajo como clown. Se titula: “Una nariz de payaso para entender el mundo”, y en pocos días ya ha sido visto por casi un millón de personas. “Me siento famosa”, me confiesa Wendy vía Instagram. Dice que no tiene manos suficientes para contestar los cientos de correos que recibe desde que el video se difundiera, y asegura no comprender del todo el repentino furor de sus seguidores considerando que la charla fue grabada en febrero, y que en ella solo ha reiterado ideas que desde hace años comparte en presentaciones, conferencias y talleres. “Todo está escrito en mi libro”, dice, riéndose, en referencia a Diario de una vaca descarriada (Planeta, 2018).
Pero esa rareza, creo, tiene una explicación, pues aun cuando la charla se remonte a inicios de año, y aun cuando se trate de contenidos divulgados previamente, el contexto que atravesamos –sumidos en la pandemia, rodeados de la muerte o la posibilidad de la muerte, hastiados del encierro, hartos de noticias acerca del coronavirus, imposibilitados de trazar un mísero plan a corto plazo, indignados con la angurria política en medio del dolor, lamentando o temiendo el desempleo, haciendo cuentas mientras esperamos el milagro científico, en medio de la más profunda desesperación colectiva de las últimas décadas– hace que las palabras de Wendy adquieran una resonancia poderosa. La suya es una voz que habla sobre cómo combatir el miedo y tomar las riendas de la vida justo cuando más miedo sentimos y menos vida tenemos; un soplo de aire fresco para olvidar la falta de aire.
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Se puede o no estar de acuerdo con las lecciones de la fundadora de Bola Roja, pero su discurso, cargado de sincera vitalidad, escapando todo el tiempo del optimismo blandengue de la autoayuda, cala, desentumece, despeja y, sobre todo, deja preguntas sembradas en la cabeza.
En un pasaje de la charla, Wendy afirma que si las técnicas del clown se impartieran en los colegios, el bullying acabaría de raíz, porque el payaso que todos llevamos dentro aflora para integrar, empatizar, incidir en la vulnerabilidad y mirar al otro de igual a igual. “Cuando uno llega tarde a una película, no puedes juzgar al personaje por lo que hace, pues no lo has visto desde el inicio. Nosotros somos como películas; nuestras actuaciones son juzgadas sin haber visto las escenas que explican esa conducta”, observa Wendy.
La escucho e imagino de pronto una revolución de payasos en el Ministerio de Educación: ejércitos de narices rojas tomando por asalto salones de primaria y secundaria. E imagino una revolución similar en el Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables: hordas de clowns ingresando a hogares afectados por la violencia machista o la discriminación para trabajar con víctimas y victimarios. Y por qué no, también una revolución de payasos en partidos y movimientos políticos para que sus candidatos al Congreso sean capaces, por una vez, de sudar una gota de honestidad y no tengan temor de usar expresiones como “no sé”, “no puedo” o “perdón”.
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Es penoso que a menudo utilicemos la palabra “payaso” para descalificar al improvisado, al gritón, al exhibicionista, cuando en realidad el payaso, tal como lo explica Wendy, es un bienhechor, en tanto impulsa al sujeto a exteriorizar toda la materia tóxica que no se atreve a reconocer como propia (esto me recuerda una vieja queja del querido Fernando Zevallos, fundador de La Tarumba, quien cada vez que escucha la manida analogía entre el circo y el Congreso repite: “¡Nada tienen que ver! ¡No hay lugar más democrático que el circo! El pequeño que hace el triple salto mortal necesita del fortachón que lo lance; hay equilibrio, consciencia de equipo, búsqueda del éxito grupal, no del individual”).
Como toda revolución ideal, esta también es imposible, ya que no hay suficientes recursos humanos capaces de hacer clown como se debe, o que estén dispuestos a someterse a la exigente preparación que requiere. La revolución, entonces, solo puede ser individual, y quizás empieza de forma distraída cuando, enfermos de tanto hablar de la enfermedad, decidimos compartir un mensaje que cubre una necesidad primaria desatendida: recordarnos que, pese a todo, seguimos vivos. //