/ CESAR CAMPOS
Jaime Bedoya

Hay cuatro letras que reunidas en una palabra destilan peruanidad. Lejos de lo que podría pensarse no se tratan de aquellas que configuran el hermoso nombre de la patria. Es otro vocablo, milenario y eufónico, que en su redonda sonoridad remite directamente a lo peruano. Hablamos de la palabra poto.

Solo pronunciarla obliga a una cuestión lingüística previa. Esta fue planteada por el escritor don Jorge Salazar Cabana. Jorge, Coco para sus amigos y lectores, era un chosicano cosmopolita dotado de veloz ingenio y enjundiosa cultura, virtudes permanentemente alimentadas por su curioso poder de observación, que incluía potos.

Usualmente al final de una prolongada tertulia tras decenas de botellas vacías invertidas a favor de una conversación erudita sobre los evangelios, los fantasmas o el chifa, Coco solía cerrar la noche con un dilema existencial. Entrecerrando los ojos daba la última pitada a su cigarro para exhalar el misterio definitivo:

- ¿Poto es palabra?

El resto era silencio.

Si bien persevera intacta la inquietud metafísica encubierta en esa interrogante, la cuestión lingüística ya ha sido resuelta. Poto es palabra. Su uso revela nacionalidad peruana directa o, en caso de extranjeros, contacto cercano con el quehacer nacional.

El término se potencia cuando está acompañado de su adjetivo natural, poto calato, o cuando se presenta en alguna de sus variantes vernáculas: potito, potazo, potasio, o en la galopante versión de Pablo Villanueva Melcochita, potrillo.

Originalmente se le atribuía un origen quechua, putu, por vasija. Ahora se sabe que proviene de la lengua mochica, tierra norteña de generosa culinaria y por ende de generosos potos. La acepción de poto como contenedor explica que en el norte se tome la chicha en poto. Esa redondez para contener amablemente líquidos y otros productos ha de ser el punto de encuentro entre el poto recipiente y el poto anatómico, receptáculo de alegre carnosidad que transmite alegría de vivir.

Esta divagación sobre el poto se suscita en las últimas y repetidas menciones a la señorita siempre vinculadas a alguna referencia al trasero humano. Se habla de ella ya sea como soberana de lo nalgar – la reina del Totó- o en cruda y puntual sinécdoque que refiere al todo por la parte: La Totó. Su nombre y apellido son accesorios.

Mueve el Totó, como bien es sabido, es un extremadamente repetitivo reguetón del grupo argentino Me Gusta, cuya carrera empezó y terminó con dicho tema. Totó es un caribeñísmo de alcances genitales que los argentinos- siempre innovando - tomaron como sinónimo de una zona menos polémica. La señorita Plasencia, conocida dentro del ambiente artístico allá por el año 2015 como La Licuadora, fue de las primeras y mejores intérpretes del mandato básico de la canción: zarandear con estilo el bulto final de la columna.

Un ojo avisado y travieso como el del futbolista Jefferson Farfán no podía ser inmune a la armonía psicomotora entre alma y glúteos. Se presume que el arte rotacional de la señorita Plasencia fue lo que gatilló esa expresiva celebración de la Foquita moviendo sus turgencias luego de anotar un gol contra Paraguay en las Eliminatorias del Mundial Rusia 2018.

Esa alegría de Farfán demostrada con el poto era la felicidad de una nación entera. Treinta millones de nalgas, al cabo de décadas de cruel ajuste, vibraron al unísono por el milagroso regreso a un mundial. Si el germen de esa inspiración fue la cadencia intramuscular de la señorita Plasencia, pues bendita sea ella y su anatomía de cabo a rabo.

Señora Melissa Klug, cese ya las hostilidades en contra de la señorita Plasencia. Déjela en paz. Algún día Yahaira tendrá 50 años y llevará el poto peruano al Superbowl.

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