"Habla, ¿bailas?", por Carlos Galdós. (Ilustración: José Carlos Chihuán Trevejo)
"Habla, ¿bailas?", por Carlos Galdós. (Ilustración: José Carlos Chihuán Trevejo)
Carlos Galdós

Hay un grupo de personas que parece ser que se encontraron todas en el mismo distrito y decidieron que ese sería su feudo. Seres alucinados a los que les apesta la humanidad. Seres que tienen la desgracia de limitar al norte con linceños, victorianos y jesusmarianos; al este, con samborjinos; al sur, con surquillanos y miraflorinos; y al oeste, con las aguas del Pacífico. Seres que, si por ellos fuera, vivirían en una burbuja. Si fuera por mí, también los metería en una burbuja, para que vuelen hasta perderlos de vista en el horizonte. Me refiero a la gentita Lima 27, autores y difusores de una página en Facebook titulada “HABLA SAN ISIDRINO!!!”, donde se pueden encontrar los comentarios más despreciables. Comentarios que se enfrentan al mundo de hoy y la necesidad de ganar espacios urbanos para la gente. 

Hace 13 años crucé la frontera de Lince a San Isidro por muchos motivos; el principal de ellos, que me encontraba cerca de la casa de mi mamá, a tan solo cinco minutos en bicicleta. Mi ex esposa y yo habitábamos un departamento en la Av. Jorge Basadre, cruzando la Javier Prado, cerquita de ‘linsidro’. Uno de los compromisos que pactamos fue el de nunca vivir en casa de nuestros padres y así, antes de que apareciera el boom inmobiliario y el metro cuadrado se volviera impagable, ambos, en nuestra calidad de sociedad conyugal, sacamos un préstamo hipotecario y nos hicimos del sueño de la casa propia.

Lo primero que me llamó la atención fue encontrarme con que las mismas verduras que en mi mercadito Lobatón costaban tres soles el kilo, en el verdulero de la vuelta costaban 10 soles el kilo. Bueno, pues, así será por estos barrios, pensé. Otra cosa que me llamó la atención fue que los niños salían a jugar al parque con sus niñeras uniformadas, mientras que en mi Lince querido eran las propias mamás las que hacían la chamba de ir al parque con sus críos. Bueno, seguro en esta ciudadela las madres todas trabajan, aunque en mi suburbio de proveniencia también... en fin, cosas que uno no entiende.

Finalmente, otra cosa que me llamó profundamente la atención fue ver que en San Isidro, o al menos en el edificio donde yo vivía, las drogas te las traía directamente a tu casa un motorizado.Más de un incómodo momento tuve en el lobby del edificio, ganándome con la operación comercial entre un vecino recontracoquero y su dealer (vecino al que también me encontraba religiosamente los domingos en la misa de medio día de la Medalla Milagrosa). En mi ex comarca, en cambio, las drogas te las vendían en el parque bajo la modalidad de ‘pase’. Así las cosas, fui comprendiendo que me había mudado a un distrito donde todo era diferente. 

Esta semana apareció en las redes sociales otra de las diferencias de los habitantes de este paraje. Parece ser que bailar en un parque es un acto impropio. “Señor, cómo puede permitir eso”, exclama indignado el vecino, haciendo un llamado al sereno, que no sabe qué hacer. El video está publicado y los comentarios también: una conducta inadecuada e inmoral de un chico que osa danzar un poquito de música axe. Así como el tipo al que le molesta que los perros ladren; o la vecina que alguna vez me llamó la atención por permitirles a las ‘empleadas’ de mi casa usar el ascensor de ‘residentes’ y no el de servicio; o como los que se indignan porque donde antes había un estacionamiento ahora hay banquitas con jardín… Si algún día quieren comenzar a limpiar la humanidad, les sugiero que comiencen por la gente de “HABLA SAN ISIDRINO!!!”. 

Esta columna fue publicada el 31 de enero del 2018 en la edición impresa de la revista Somos.

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