El doctor Víctor Soles no podrá volver a ver a su pequeña Fabiana hasta julio del próximo año. Eso es lo que calcula. Es lo más probable. Él trabaja para Essalud desde el 13 de abril en la Villa Panamericana atendiendo en el área de triaje a los pacientes que hasta allí llegan enfermos de COVID-19. Es por precaución, dice. Por puro amor. La devoción que siente por su única hija es casi comparable a su profunda vocación de servicio. Soles (41) no tiene por qué estar en Lima. Él vive en Chimbote. Tampoco debería estar atendiendo en la primera línea de la emergencia, pues es urólogo y se dedicaba a la práctica privada. Pero cuando supo que en la capital, el epicentro del nuevo coronavirus en el Perú, se necesitaba de profesionales, no dudó en postular a la plaza. “Es una cuestión de responsabilidad social de parte de cada uno entregar su conocimiento y trabajo en una pandemia. Es como si me hubiera preparado años como soldado para la guerra y, una vez ocurrida, yo me quedara encerrado en casa. Eso no tiene sentido. Tenía que dar mi grano de arena, aunque eso implique el gran sacrificio de no ver a mi hija en muchísimo tiempo”, narra Soles.
Decisiones, todo cuesta.
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Fabiana, de nueve años, vive en Oxapampa con su madre. Cada julio y cada verano se los pasaba enteros con papá Víctor, eso sin contar todas las veces que él viajaba al distrito de Villa Rica para visitarla durante el año. Cuando ella se enteró de que el doctor Soles había partido a Lima, rompió en llantos desconsolados. No es ajena a lo que pasa, al confinamiento, a las clases suspendidas, a las noticias. “Estaba convencida de que me iba a pasar algo, tuvimos que conversar con ella. Ahora las videollamadas diarias hacen que esté más tranquila. Ve que estoy bien, trabajando. Pero emocionalmente fue un golpe muy duro”, detalla el médico, quien no sale de la villa por periodos aproximados de 20 días, cuarentena y pruebas incluidas. Los diez días que está libre se regresa a Chimbote. Ya quisiera enrumbar a la selva central, pero no. Es lo que toca, proteger a lo más sagrado. El Día del Padre lo pasará en la villa, confiando en que Fabiana se sienta orgullosa de él algún día. La batería del celular estará más que cargada.
VOLUNTAD RECIA
No verlos un tiempo a cambio de tenerlos siempre. Eso es lo que mueve al alférez de artillería del Ejército Peruano Eduardo Israel Guerrero Campos (24) a no volver a su casa desde que empezó la emergencia, el 16 de marzo. Cuidar de su esposa y su hija Luciana Valentina, de tres años; de sus padres. Él patrulla las calles de Lima, totalmente expuesto a un virus que puede estar a donde voltee a mirar. En el ambulante, en la familia que irresponsablemente salió junta a comprar, en el compañero de trabajo. Para estar cerca de ellos utiliza todos los medios de Internet posibles: videollamadas por Zoom, Facetime, mensajes. El chat familiar de WhatsApp, donde todos los días informa que está bien.
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“Es duro todo esto. Bien duro. No pude pasar el santo de mi hija con ella y quisiera abrazarla. A todos. Pero es muy peligroso”, dice el alférez, quien se queda a dormir en el cuartel del Comando de Educación y Doctrina del Ejército, en Chorrillos. De los casi 100 días que van de cuarentena, solo los vio una vez: el 6 de junio, fecha en que su esposa y su padre don Víctor cumplían años. Tuvo que hacerse una prueba molecular antes. Lo volverá a hacer esta semana para ver a Lucianita mañana. Necesita recargar energías para volver a desaparecer.
A LAS CASAS DE LOS DEMÁS
Es curioso el destino. El conductor de ambulancia Fernando Valdivia (48) tiene como misión llevar a los pacientes recuperados del COVID-19 a sus casas desde la Villa Panamericana. Él mismo, sin embargo, no puede ir a la suya. Solo ha visto a sus hijas Carolina (22) y Valeria (20) una vez desde la quincena de abril. “Yo no tengo temor de trabajar, no. Uno puede encontrarse con el virus en cualquier lado. Pero me preocupo por mis hijas, mi familia. Prefiero no volver y sacrificarme a que les pase algo”, cuenta quien labora en Essalud desde el 2012 como chofer del Servicio de Atención Domiciliaria (PADOMI) a los asegurados mayores de 70.

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Fernando trabaja unos 23 días y descansa una semana. Vive en la villa. “Yo las extraño, pero conversamos casi todos los días”, cuenta. Sus jornadas tienen muchas veces finales felices. “Cuánta emoción he visto en las familias que reciben a su gente ya recuperada. Lágrimas, abrazos. Aunque también hay situaciones tristes. Una vez dejé a varios miembros sanos de una familia en su domicilio. Los esperaban con alegría, pero también pena. El papá no había sobrevivido”. Su pronóstico es que seguirá en este plan un año más. En el Callao, sus hijas lo esperan ansiosas.
CONTRA MUCHOS ENEMIGOS
El general Óscar Arriola no ve a su familia desde el 18 de diciembre, cuando llegó al VRAEM para dirigir el Frente Policial en esa convulsionada zona narcoterrorista. Estaba por venir a Lima para descansar unos días, cuando empezó la emergencia y no se pudo mover más. Natalie (23) y Renato (20), sus hijos, están acostumbrados a no verlo por periodos largos. Él ha luchado contra el terrorismo gran parte de los 31 años que tiene de servicio en la institución, pero esta vez es distinto. Hay un enemigo nuevo que les preocupa, pues pone en más riesgo a papá: la pandemia. El general también es vicepresidente del Comando de Operaciones COVID-19 del VRAEM.
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“Aquí la situación es complejísima. Hace un mes no había ningún caso y ahora hay 30. Estamos recaudando fondos para comprar nuestra propia planta generadora de oxígeno medicinal, porque no hay”, explica. En tanto trabaja por esa meta, recuerda que el policía no tiene muchas veces Día del Padre, nacimientos, bautizos, cumpleaños, Navidades. “Así es la vocación y el trabajo. Siempre podremos celebrar juntos cualquier otro día. Lo importante es que estemos sanos, ahora más que nunca”. //
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