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(Foto: Erik Molgora)
Renato Cisneros

Abjuré tantas veces del matrimonio y la paternidad –en nombre de teorías rabiosas que ya no recuerdo o no quiero recordar–, que esta vida de casado, estos últimos meses en concreto siguiendo de cerca el embarazo de Natalia, siendo muy consistentes, parecen salidos de una realidad brumosa, paralela, casi ficticia, que no termino de creer.

El nuevo libro de Renato Cisneros.
El nuevo libro de Renato Cisneros.

Quizá sea la distancia con Perú lo que le confiere a mi presente esta textura líquida de sueño irreal pero vívido. O quizá sea la velocidad inusual con que se han dado las cosas durante los últimos dos años, una detrás de otra, sin detenerse, como fichas de dominó dispuestas en cadena que no dejan de caer hasta formar una figura puntual. Quién me lo habría dicho. Nadie. Ninguna bruja, adivinadora o astróloga. Hasta hace relativamente poco era un soltero empedernido, noctámbulo, vivía en Lima, en un cómodo departamento propio, manejaba un auto deportivo, aparecía en programas sintonizados, gozaba de cierto reconocimiento público, percibía un buen sueldo, no recortaba mis gastos y escribía unos libros que, por lo general, no pasaban desapercibidos entre los lectores.

Hoy soy otra persona. Estoy casado, vivo con mi esposa en un país que no es el nuestro, alquilamos un piso estándar en una ciudad en la que somos dos inmigrantes anónimos, me dedico exclusivamente a escribir novelas, no tengo sueldo ni auto ni exposición ni fama y, con cuarentaiún años cumplidos, me alisto para ser padre. Claro que el infinitivo “alistarse”, al menos en mi caso, no significa “estar listo”. Dudo de que alguien esté listo para un momento así. Se puede estar dispuesto, pero ¿listo? Jamás. Sé que no lo estoy porque en estos días previos al gran evento se me entremezclan la ilusión, la expectativa y la curiosidad con el miedo. Hay días en que solo hay miedo. Y no me refiero al miedo a equivocarme en la crianza –ser padre, en buena cuenta, es eso, equivocarse–, sino a un miedo más crudo y egoísta: el pavor a perder mi autonomía, a perderme a mí. A menudo pienso qué ocurrirá en adelante con mi oficio, con el horario que escrupulosamente he diseñado para trabajar y satisfacer las manías y angustias propias de un escritor neurótico al que tanto le ha costado darle cierta continuidad a su vocación.

¿Irá a estropearse todo con la presencia demandante de una criatura recién nacida? ¿Podré armonizar las responsabilidades de padre primerizo con mi trabajo? ¿Entenderá Natalia que mi trabajo es esto: hacer una autopsia constante de mi intimidad para descifrarla, primero, y luego usar ese material para contar una historia? Lo ha entendido hasta ahora, pero ¿será igual de benevolente el día que me excuse de, por ejemplo, hervir chupones, desarmar coches, lavar pezoneras o visitar pediatras, porque debo escribir mis impresiones tras el nacimiento y primeros días de vida de Julieta? ¿Soportará que el ejercicio de la paternidad sea a veces pospuesto por la narración de la paternidad? ¿Comprenderá la diferencia entre “paternidad ejercida” y “paternidad narrada”? Y si no la comprende, ¿tendré derecho a enojarme con ella o tendré que tragarme esa rabia y descuidar el oficio –lo único verdaderamente mío, lo único propio que tengo– para cuidar a mi hija, que siendo mía a la vez pertenece al mundo?

Estas dudas no puedo exteriorizarlas con Natalia. Ser madre es el sueño de su vida. Antes que para la medicina, ella nació para la maternidad. No lo digo yo, sino sus colegas y hasta su propia familia. Cuando era niña, en Perú, le dio rostro a la campaña publicitaria de un bebé de juguete que salió al mercado por primera vez para una Navidad. El atractivo del muñeco consistía en su habilidad, si puede llamársele así, para, una vez que le era retirado el chupón de la boca, protestar meando encima de su dueña. Se llamaba, con todo derecho, Baby Pilín. Con seis años cumplidos, Natalia apareció en avisos comerciales cargando en brazos al muñeco con gran convicción dramática, como si fuera su primogénito, sin perder la sonrisa ni siquiera en esos momentos en que el juguete de marras vertía sobre ella sus falsos orines. He visto las fotos. Dice su madre, mi suegra, que incluso antes de eso, con apenas uno o dos años nada más, Natalia se quitaba la camiseta y acercaba sus muñecas hacia su pecho para, una por una, darles de “lactar” y saciar su hambre de utilería. Claro que no es por temor a lesionar ese precoz impulso maternal que me ahorro ante ella cualquier comentario inquietante, sino por un tema estrictamente médico: su hipertensión.

No quiero imaginar a cuánto ascenderían los valores de su presión sistólica o diastólica si supiera que, detrás del esposo aplomado y colaborador que trato de ser en el día a día, hay un espantapájaros cuyos sentimientos paternales no han terminado de asentarse. Quiero ser padre, de eso no existe la menor duda, lo que me falta son agallas para encajar los cambios que vendrán. //

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