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isolina vargas
Nora Sugobono

Un mediodía cualquiera de la década del setenta, en un mundo que solo existe en el recuerdo, Isolina Vargas prepara el almuerzo para sus cuatro hijos hombres en la cocina de un pequeño departamento ubicado en la miraflorina calle General Córdova. Julio Iglesias suena de fondo y ella, pañuelo en la cabeza, da los últimos toques a algún guiso consistente, a un arrocito bien graneado, a una sopa cura todo. Casi al mismo tiempo, aprovecha para meter a la olla de presión una lata de leche evaporada de la cual luego saldrá manjar blanco. Podrán faltarles algunas cosas, pero nunca buena comida en la mesa.

Isolina trabajaba entonces como secretaria en una institución del Estado. Cocinaba, sí, pero jamás se le había cruzado por la mente hacerlo de manera profesional. Su buen paladar le vino como legado, formado en las buenas costumbres que le heredaron las tías que la criaron en una antigua casona del centro de Lima, ubicada a una cuadra de la plaza San Martín. Llevaba en su sangre un recetario con sabores de antaño y preparaciones de una época de oro, pero no tuvo cómo saberlo hasta que la vida le dio la oportunidad –o el empujón– de ponerlo en práctica. En la cocina limeña, la que ella conocía bien, había reglas claras y procedimientos por cumplir (“¿dónde se ha visto que al arroz con leche se le pongan pasas?”). El reto estaba en poder vivir de eso.

-MENÚ DEL DÍA-
José, el menor de sus hijos, fue un niño tímido, bonachón y glotón. Creció acompañando a su madre al mercado ambulante que se armaba todos los sábados en las calles de Mendiburu y La Mar, para la compra semanal; un universo donde confluían distintas caras de una Lima aún desconectada, desarticulada. Siempre fue el engreído, pero desde muy chico aprendió a ayudar en las labores, al igual que hicieran sus hermanos mayores: en casa de Isolina Vargas nunca hubo un ‘los hombres no planchan’. Mucho menos un ‘los hombres no lloran’.

Hacia inicios de los ochenta, la situación empezó a cambiar. El dinero no alcanzaba y había cuatro hijos por alimentar (y educar). Isolina se vio obligada a buscar otra fuente de ingresos y la solución se encontraba, afortunadamente, a la vuelta de la esquina. Una amiga le ayudó a averiguar sobre una pequeña cebichería en la cuadra 6 de La Mar que estaba disponible para el traspaso. No tardó en conseguir que se la alquilaran tal cual, con cubiertos y todo. Aquel local se llamaba La Red.

“Nunca en mi vida había preparado un cebiche”, recuerda la señora Isolina, hoy de 78 años. “Pero el asunto no es saberlo, sino tener la convicción de que lo vas a hacer y lo vas a hacer bien”. Sus primeros clientes acudían por especialidades marinas, las cuales ella desconocía; así que no le quedó más remedio que investigar. Preguntó a sus hermanas y hasta a la señora que le vendía el pescado en el mercado de Surquillo. El inicio fue duro, pero con paciencia, buen humor y rectitud, el panorama fue mejorando. Los primeros meses llegó una ayudante –la ‘Chacha’– con quien perfeccionó cebiches, picantes y arroces para su carta. Una vez que Isolina Vargas tocaba una receta, la hacía suya para siempre. Era 1981 y José del Castillo tenía nueve años.

El primer local de La Red era pequeño, pero la fama fue creciendo. Isolina cocinaba y sus hijos atendían: algunos eran mozos y otros repartían menús a las oficinas de la zona. Un buen día, el pescado empezó a escasear. A Isolina se le ocurrió entonces meter a su carta dos platos de su propia escuela: el combinado de seco de res con frejoles y arroz, y el tallarín con apanado. A ello sumó un menú del día generoso y casero. No hubo marcha atrás. El de La Red fue un despegue imparable, una de las historias de éxito más entrañables de la cocina peruana de los últimos tiempos. Entre sus fogones renació un recetario que pone en valor la cocina tradicional limeña. Y de aquella formación surgió el talento de José del Castillo, quien apenas se graduó como cocinero entró a trabajar de la mano de su madre.

De la cuadra 6, La Red se mudó primero a la cuadra 4 y, finalmente, a la cuadra 3 de La Mar. Son casi cuatro décadas de trabajo imparable y un imperio gastronómico que abarca tres conceptos: La Red, Isolina y, recientemente, Las Reyes. Hace cuatro años abrió en Barranco una taberna limeña bautizada en su honor. El día que José le contó que llevaría su nombre, Isolina Vargas lloró.

Han pasado casi 40 años, pero doña Isolina aún se preocupa todos los días por si vendrán clientes, por si están haciendo las cosas bien. Como si el tiempo no hubiese pasado.

“Tengo gente que todavía me dice ‘yo comía su menú, señora; qué rico era su menú’ y eso me emociona”, sonríe al recordar. Sopa o entrada, un segundo y un refresco: era sencillo, pero bien hecho. Y es justamente lo que hoy le gustaría tener, como cosa suya. //

(Foto: Elías Alfageme)
(Foto: Elías Alfageme)

EL MENÚ DE DOÑA ISOLINA
Nunca tuvo una formación profesional: lo suyo es una combinación de legado, buena sazón y mucha práctica. Aquí sus infaltables.

El seco con frejoles es uno de los platos más populares en su mesa desde que empezara a vender menús, allá por la década del ochenta. Se lo pedían hasta para delivery en oficinas.

Si bien los dulces de antaño forman buena parte de su repertorio, sabores caseros como la crema volteada, con generosa porción de miel, ya se han convertido en su sello.

El plato que lo cambió todo: tallarines verdes con apanado de res, una receta criollísima y llena de sentimiento. Pesto criollo y una contundente pieza de carne conforman este insuperable dúo.

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