MDN
La Oficina
Nora Sugobono

La señora Iris ve quién entra y quién sale. Lo hace cada jueves, viernes y sábado, de 10 p.m. a 3 a.m. Fue la propia Amelia Huapaya quien se lo encargó. Iris vive en la misma calle donde está ubicada La Oficina y su labor ha sido cuidar celosamente su puerta desde que esta se abriera por primera vez, 26 años atrás. Debe mantenerla cerrada siempre; no importa quién entre o quién salga. Sea Alan García, ‘Mocha’ Graña, Óscar Avilés o Mario Vargas Llosa. Lo que pasa en La Oficina se queda en La Oficina. 

Amelia Huapaya los conoció a todos y todos la conocieron a ella. La suya era –es– más que una peña: fue su pasión; su vida; y el lugar donde, además, vivía. “Mucha gente debe creer que soy muy egoísta, pero es que no entienden que es mi casa y me permite hacer todos los días algo que me encanta: cocinar y jaranear”, explica ella misma en la web del local. Sus palabras no solo se leen en primera persona: también en tiempo presente. A Amelia se le siente justamente así.
En un mundo dirigido por hombres –el criollismo– fue una de las pocas mujeres que llevó las riendas.

Se sabe que su amor por la música criolla le venía de su padre, guitarrista que tocaba en la peña El Inca del Rímac; que antes de La Oficina tuvo un restaurante en Breña; que incluso antes de eso se hizo conocida por preparar cebiche cada viernes en una empresa, donde terminaba armándose la jarana (de ahí el nombre que lleva el espacio); que era chiquita. Se saben muchas cosas de ella pero lo que más se sabía es que era irremplazable. Ha pasado un año y tres meses de su partida y eso se confirma a diario.

AUNQUE SEA PARA DESPEDIRTE
Un retrato de Amelia cuelga justo al lado del escenario, junto a otro de ‘Mocha’ Graña, su gran amiga (“venía cada jueves”, recuerda Iris, la guardiana). Inmortalizadas en la pared, ambas miran desde ahí a los ‘oficinistas’ –así se conoce a los visitantes recurrentes– bailar valses, marineras y negroides noche a noche. Hay respeto por la música. Esta no es una peña que funcione a oscuras. Todo en La Oficina tiene un ritmo peculiar, natural. Amelia hace falta, pero nadie está triste: así es la mística del espacio.

Rosa Guzmán lleva 22 años cantando allí. Empezó todos los jueves y luego sumó viernes y sábados. “En todas las etapas he estado yo”, dice. Es complejo definir qué es lo que sucede en una peña si no se ha vivido, pero Rosa lo hace de la manera más sencilla: “La peña es la combinación de los músicos, el local y el público. No solo cantan los artistas: aquí la gente siempre está cantando”, indica. “Es la participación”. A Rosa le preocupa, sin embargo, que las cosas estén cambiando. Que haya algunas peñas que incluyan otros géneros –además del criollo– para captar nuevos clientes. También que sean, para muchos, sinónimo de borrachera. “Hay un concepto errado. No solo de la peña, sino también de la música criolla: que son para la juerga, para tomar”, sostiene. “Y no es así”.

Lo que sí hay es bohemia. Noches que se hacen días y días que se reviven una y otra vez en la memoria con solo escuchar un acorde. Este es un estilo de vida que no se elige –dicen, y repiten–, sino que lo elige a uno. Fernando Urrutia lo sabe muy bien. En su primera cita con Amelia Huapaya terminaron desayunando en Huaral y almorzando en Chincha. “Como tenía que ser”, cuenta. Estuvieron juntos hasta el final y es él quien se ha quedado a cargo. Fernando tiene el apoyo de los oficinistas, pero sobre todo la certeza de que Amelia sigue con él.

Entre todas las mesas del local, hay una muy especial. Amelia la bautizó como ‘llonja’, en alusión a un callejón. Es la mesa que más cerca está de la cocina –pequeña, inamovible– y donde se suelen juntar los cantantes y visitantes más asiduos. De 10 de la noche a 3 de la mañana, ahí se sirven lomos al jugo, chilcanos y cerveza. De 10 de la noche a 3 de la mañana, ahí se canta, se brinda, se ríe, se llora. De 10 de la noche a 3 de la mañana, ahí te extrañaré, tú me extrañarás.
Te recordaré, me recordarás. Yo te buscaré, tú me buscarás. Yo te encontraré, tú me encontrarás. //

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