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Archivo Histórico de El Comercio

En setiembre de 1988 las madrugadas de los peruanos eran diferentes. No fue por algún cambio climático radical ni nada por el estilo. A miles de kilómetros, una selección peruana de vóley buscaba la gloria en los Juegos Olímpicos. La cita más importante del deporte -solo por detrás del Mundial de Fútbol- se presentó como la mejor oportunidad para que el vóley haga historia. Era, además, la posibilidad de que Perú obtuviese su tercera medalla olímpica desde que se inventaron los Juegos (1900). La expectativa era grande. Cecilia Tait la rompía, Natalia Málaga era muy talentosa y el equipo, contrario a lo que hoy sucede, tenía buena talla. Las formas del coreano Man Bok Park, por otro lado, parecían funcionar. Era recto, duro, pero el equipo competía de igual a igual contra cualquier potencia. 

La final contra la ex Unión Soviética da para hacer una película. Quizá dos. Las mismas protagonistas a veces prefieren no recordar lo que pasó ese 29 de setiembre. Perú ganaba 12-6 a las rusas. Sí, no me he equivocado al tipear. Seis puntos de diferencia parecían irremontables. La URSS se acercó y perdía 13-8. A Perú le bastaban dos puntos para ganar la medalla de oro olímpica, algo que solo Edwin Vázquez Cam logró en los Juegos Olímpicos de Londres 1948. En una seguidilla de jugadas increíbles, y que mantuvieron en vilo a la población por casi 10 minutos, la selección peruana cayó 17-15. Hoy la medalla de plata se recuerda como una hazaña increíble, pero en ese momento solo había espacio para llorar. El oro se nos escapó de las manos nadie sabe cómo. 

Pese a todo, no había forma de recriminar a estas verdaderas campeones. Llegaron al país y la esperaban más personas que cuando Bruno Mars llegó a Lima. Fueron recibidas como heroínas. El Estadio Nacional se llenó solo para homenajear a las ganadoras de la medalla de plata. Han pasado 30 años y no hemos visto nada igual.

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