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Pisco Gabar
Alejandro Neyra

“Now, certainly, pisco does a deal of mischief in the world; yet seeing that, in the present case, it was the means, though indirect, of rescuing a human being from the most dreadful fate, must we not also needs admit that sometimes pisco does a deal of good?”
(The Enchanted, Herman Melville, 1856)

Manuel Gabar sería juzgado hoy por fomentar la minería ilegal comprando oro en polvo a los nativos de nuestra selva. Pero a principios del siglo XX era considerado un próspero comerciante que lleva el desarrollo a los pueblos del interior del Perú. Gabar es un mestizo que viaja por las rutas del Perú negociando metales preciosos e intercambiándolos por chucherías. El sobrenombre que se ha ganado es el de “Pisco” porque lleva siempre consigo una botellita con al menos medio litro de la peruanísima espirituosa, lista para beber y compartir.

Lo conocemos sobre una embarcación que lo está llevando al puerto de Mollendo, en camino hacia Arequipa. Gabar es un aventurero con pinta de persona respetable y por eso un curioso sacerdote se le acerca para pedirle un favor: ayudar a otro viejo cura de nombre José María.

Aquel resulta siendo un indio borrachín encargado de llevar la fe a pueblos andinos, más precisamente a Huanca del Niño y Chiquibamba, dos lugares en los que la religión católica ha conquistado los corazones de los indígenas. Pisco accede a ayudar a aquel curioso personajillo. No es la fe en Cristo lo que lo mueve –Gabar se confiesa anticlerical a ultranza–sino la fe que deposita en José María, quien le asegura que aquellos peruanos tienen harto oro en sus minas y gustosos lo cambiarían por algo de utilidad como telas, ollas y otras antiguallas. Enrumba así a Huanca, donde se hace fáiclmente de una cantidad apreciable de oro, pero queda envuelto en un incidente tan insólito como absurdo.

Tratando de ir a Chiquibamba, Pisco pasa por caminos sobrecogedores sobre gargantas tan profundas que solo se pueden salvar con mulas que deben pasar de una en una. En una de aquellas vías, Gabar olvida una práctica obligatoria en aquellas rutas: tocar el cuerno de toro que anuncia su paso por el camino y evitar así el cruce con otro caminante. En medio del abismo más profundo de los Andes peruanos, Manuel “Pisco” Gabar se encuentra cara a cara con la muerte –y más precisamente con la cara de una mula y de su dueño, nuevamente el extraño José María– y tendrá que elegir entre el oro o la vida, una versión parecida a la que enfrenta a comunidades desde Conga hasta Tía María. El final en este caso es “feliz”: se sacrifica la mula del sacerdote, quien solo pide a Gabar que vuelva tras sus pasos y regrese a Huanca del Niño para cargar las andas en la procesión del pueblo. A regañadientes, Gabar regresa para cumplir aquella manda religiosa. Solo entonces Pisco, tras una epifanía coincidente con la borrachera en que termina la celebración de las fiestas del Niño, decide hablarle directamente a la imagen sagrada cuyos ojos de verdes esmeraldas, convencen a Gabar de abrazar una fe que vale oro.

Las botellas y los hombres

Geoffrey Household nació con el siglo XX en Bristol. Fue abogado, espía y representante de la United Fruit, entre otras empresas transnacionales. Aquella posición lo llevó a recorrer el mundo, incluido un paso por Sudamérica, donde encontró una bebida que lo salvó del aburrimiento y del soroche: el pisco. De allí que dedique, en un lejano 1936, el apodo al protagonista de su cuento “La salvación de Pisco Gabar”, que tributa algo a Thornton Wilder y quizás otro poco a su propia experiencia como comerciante. En cualquier caso, la suerte de aquel relato publicado en “The Atlantic Monthly” debió animarlo a convertirse también en escritor. Su primer volumen de cuentos, editado en Estados Unidos en 1938, lleva el mismo nombre de aquel afortunado relato peruano; apenas al año siguiente Household publicó “Rogue Male”, que relata la historia de un cazador que decide usar su puntería para acabar con el canalla mayor, Adolf Hitler, en su fortaleza bávara de Berghof.

No es esta la primera aparición del pisco en la literatura. Casi un siglo antes, Herman Melville la menciona en el cuento “La isla de Norfolk y la viuda chola” del libro “Las Encantadas”, atribuyéndole consecuencias nefastas a su consumo aunque también la capacidad de hacer algo bueno: envalentonar a un tripulante para lanzarse al mar y salvar a la chola viuda que se ahogaba y que termina contando sus (des/a)venturas. Apelando a la historia, queda claro que el pisco aparece ya en crónicas antes de que el Perú fuera república pues su fama es global y secular. No es este el lugar para resaltar las particularidades de la espirituosa nacional pero sí pretexto para comentar brevemente la importancia de la bebida para la escritura.

La lista de escritores que se pasaron la vida alcoholizados o pegados a una botella va desde Poe, Capote, Lowry o Scott Fitzgerald hasta Rimbaud y Dostoievski, pasando por Li Po y nuestro crédito local Alfredo Bryce. En algunos casos más es la leyenda que la realidad, pues salvo escasas excepciones los escritores que beben demasiado no producen obras notables. O mejor dicho, es casi seguro que un escritor no sacará lo mejor de sí cuando está beodo. Más allá de la famosa cita del buen Hemingway (“escribe borracho, edita sobrio”), una borrachera no asegura el genio; mucho menos lo hace una resaca.

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