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Trata de menores

No puedo mostrar sus rostros en fotos ni decir sus nombres. Es la segunda vez que converso con M. Tiene 17 años, pero vive desde los 11 en la aldea San Juan de Yarinacocha, Pucallpa. Fascinado, me enseña su último lienzo de la docena que ha pintado en los últimos tres meses. Entre azules y celestes pastel, como el cielo selvático, ha pintado al capitán Shinyenkyo Nok, su anime favorito, un guerrero que lucha contra titanes gigantes. A los seis años trabajaba de sol a sol en la cosecha de cacao en Kiteni, Atalaya. Después de dos meses le pagaron cinco soles. Solo le alcanzó para comprar su sueño: un lápiz, y dibujar al hombrecito de bolita y palito. Hoy M ríe con los ojos y pinta como un sabio de la escuela de la vida y de la calle. En la tranquilidad de la aldea, sus ‘hermanos’ en esta ciudad de los niños lo ‘apapachan’, lo abrazan con el alma que pudieron recuperar después de ser víctimas de la trata laboral y trata por explotación sexual. 

Canto interior
En la casa de los adolescentes vive L (16 años), de Puerto Bermúdez. Ella baila sola mientras se mira al espejo. Parece hacerse preguntas, pero cuando regresa de su cuarto donde está su peluche, sale su niña interior, sonríe y se sonroja. “Yo me fui de mi casa porque mi padre me hizo algo que nunca pensé que me iba a hacer. Abusó de mí. No le conté a mi mamá porque pensé no me iba a creer. En la calle, una señora me conoció y me dijo que le podía ayudar a lavar platos; me pagaría y me haría estudiar. Yo me alegré porque pensé que por fin iba a tener todo lo que nunca tuve. Un día la señora me metió la mano. Fui a la comisaría y le dije a un policía, pero la señora fue a recogerme. No me creyeron. Yo solo quería estar en mi casa, pero no podía regresar. En ese tiempo que estuve allí me obligaron a estar con hombres, a atenderlos en el bar. Yo sentía asco de mí misma; no quería vivir, quería morir. Un día la señora me pegó, me dejó sola con mi amiga en la casa, nos fuimos a la comisaría y la denunciamos. Allí la atraparon, está en la cárcel. Las ocho chicas que había en la casa eran de Iquitos, Huánuco, Pampa Yurac, Aguaytía. A muchas niñas que están en trata yo les diría que vayan a la policía, que denuncien, que yo estuve allí y que es algo horrible, porque te mienten, te dicen una realidad que no es”. 

Empezar a vivir
En la aldea ella está cumpliendo su sueño de estudiar. Aquí aprende computación y costura, fabrica vestidos para niñas y ha empezado a aprender diseño gráfico. “Estoy feliz, estoy teniendo mis certificados”. L camina por la gruta de la virgen. Me pide que le tome una foto “que sea como un selfie, con el jardín y los árboles atrás”. Y se va sin dejar de seguir bailando sola, con su música interior. 

Después del almuerzo, los chicos y chicas juegan una ‘pichanguita’, mientras otro grupo que ha salido del taller de canto ensaya una canción sobre la amistad eterna. E, 17 años (quien vivía en la carretera a Von Humboldt), mira todo el partido. “Eso que yo tenía no era vivir; ahora sí empezaré a vivir de verdad”, nos dijo mientras pensaba regresar a su casa familiar. 

Cuando uno ingresa a la Aldea San Juan de Yarinacocha, en Pucallpa, inmediatamente pasa a ser saludado con un cariño gigante y uno se convierte en ‘tío’ o ‘tía’. Se llega a tener cerca de 125 ‘sobrinos’: niños, adolescentes, madres solteras, bebés de meses de nacidos. En la ‘casa de la felicidad’, como le llaman algunos de ellos a la aldea, hay 15 niños y niñas que llegaron por trata, explotación laboral o sexual, y que pudieron salir del infierno. También hay ‘padrinos’, como Javier, médico pediatra siempre preocupado por apoyar a la aldea. Su ‘ahijado’ Víctor, de 14 años, sufre parálisis cerebral (el 20% de los niños de la aldea tiene algún diagnóstico relacionado a problemas neurológicos, psicológicos, respiratorios o algún cuadro de desnutrición).  

Una campaña para ayudar
En las casas están las mamás sustitutas, vecinas como Verita, que todos los días atiende y apoya en la alimentación de los niños. Hay también padrinazgo de medianas empresas o instituciones públicas de Pucallpa que apoyan con el mantenimiento y mejora de las ocho casas de madera de la aldea. 

Ruth López, directora de la aldea desde hace seis años, conocedora de cada uno de sus niños, ha buscado que este micromundo integre a todos. En el caso de los niños con trata, que el lugar los haga sentirse tan amados y cuidados como cualquier otra persona.  

Aprovechar sus talentos y gestionar convenios con colegios y universidades es una preocupación latente para Ruth. Esto haría posible que los proyectos de vida de los niños sean realidad (aún no le confirman si M, el niño pintor con un pasado de explotación laboral, puede ser becado en una universidad). 

‘Adopta una Casa’ se llama la campaña que permitirá recibir padrinos para mejorar la infraestructura de las casas y para cubrir todas las necesidades de desarrollo personal de los niños. Empieza este 3 de octubre. Más información:

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