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(Foto: Lucero del Castillo)
Nora Sugobono

Juan Casusol era casi un niño cuando salió de su natal Lambayeque para buscar suerte en la capital. Era la década de 1920 y Lima florecía. Pronto, el joven norteño consiguió trabajo en un local de bochas en Chorrillos, no muy lejos del distrito donde su nombre quedaría inmortalizado. Eso nunca estuvo en sus planes, claro. En Chorrillos se reunían a jugar –por costumbre y herencia– algunos miembros de la comunidad italiana de la ciudad; entre ellos, un genovés de 75 años llamado Luis Queirolo, cuya familia se dedicaba a la producción de vinos –luego, de pisco– desde 1880. Aquí comienza esta historia.

Poco tiempo después de conocerse, Queirolo le ofrece empleo a Casusol en una de sus bodegas. Juanito absorbió todo como una esponja y, pasados algunos años de trabajo, llegó a comprarle al italiano que había sido su mentor una de sus propiedades. Era un local ubicado frente a la plaza municipal de Barranco.

El destino es caprichoso.

LUCES DE BOHEMIA
Santiago Queirolo Targarona
solía entrar a la taberna que lleva el apellido de su familia, en Pueblo Libre, a robar queso y jamón. Debía hacerlo rápido: en la Lima de mediados del siglo XX los niños no eran bienvenidos (tampoco lo eran las mujeres) en un lugar donde se bebía y se comía como se hacía en una taberna. Algunas cosas irían adaptándose a los nuevos tiempos. Otras no: en la Lima del siglo XXI la esencia de estos espacios se conserva casi intacta. La única diferencia está en que al Queirolo entra hoy quien así lo desee. Sigue habiendo queso y jamón, pero esta vez Santiago –gerente general de la empresa y tercera generación de un linaje dedicado a la vid– se toma su tiempo.

Dentro, en la nueva zona del emblemático espacio, los dos hijos vivos de Juan Casusol –Juan y César– piden desayuno. Los acompañan también sus hijos. Panes con pejerrey, café y jugo de naranja. Es muy temprano aún para un chilcano, pero no vendría mal con la elección. “Varias veces he visitado su barra en Barranco”, dice don Santiago al saludarlos. Los Casusol recuerdan cuando los peruanos no tomábamos pisco. Cuando era difícil llevar el negocio sirviendo aceitunas y panes con jamón si el público afuera quería salchipapas y hamburguesas. Nunca cedieron.

La taberna no es un bar –ni cantina, ni chingana– ni tampoco es un restaurante, pero es un poco de todo eso. Quizá su mayor belleza está en que es casi imposible definirlas. Artistas, políticos, escritores y parroquianos se han reunido por décadas en estos refugios de la bohemia que atrapan el espíritu y alimentan el corazón.

La historia de la taberna limeña es la historia de sus familias. Resulta prácticamente imposible replicar el formato en cadena y ahí es donde radica su magia. “Si han desaparecido algunas, es porque no ha habido una continuación por parte de las familias”, explica César Casusol. “Es muy difícil conseguirlo; las generaciones cambian. Mi padre nos dio estudios: somos administradores de empresa, contadores, comunicadores, pero siempre estuvimos aquí y aquí es donde seguiremos”, dice. Quien va al Juanito va, en realidad, a verlos a ellos.

El menú es la otra parte. “Las tabernas son sitios donde se sirven ‘piqueos’, trago, y antes se vendían cosas para llevar a las casas. Estos eran los autoservicios originales”, recuerda Santiago Queirolo. “Cuando los italianos llegan a América, no tenían sus insumos, su Campari. Entonces se empiezan a usar otras cosas, como la guinda. Todo se acompañaba de los platos más peruanos que también se fueron adaptando: el cau cau, el escabeche, la huevera”, continúa Queirolo. Basta con mirar su vitrina –siempre de madera, otro elemento en común entre estos espacios– para confirmar que todo sigue tal cual lo dejaron sus abuelos.

La famosa ‘res’ (botella de pisco, ginger ale, hielo, limón y macerado de cerezas) que todavía se ofrece en la Antigua Taberna le debe su nombre a otra antigua tradición: en los primeros bares de la ciudad se vendían ‘mulitas’ de pisco o botellas de uso personal. La ‘res’ viene por el aumento de tamaño. En el universo tabernero se habla un lenguaje propio.

AMORES DE BARRA
Fue Juan Casusol quien permitió por primera vez la presencia femenina en la bodega (que luego fue un restaurante, que luego fue un bar y luego fue todo eso junto) que bautizó con su nombre y que abrió en 1937, en Barranco. Hasta la década del 70 no había un baño de mujeres en el Juanito. Hoy, su nieta Gianinna es la jefa de cocina del local. Tras la muerte del patriarca en 2010, y ya con sus hijos al mando, el espacio permaneció cerrado tres años. Enero de 2014 marcó un nuevo comienzo para los Casusol, pero también la oportunidad de reinventarse. Los almuerzos de antaño –cau cau, ají de gallina– forman parte de esta propuesta.

De volver a empezar sabe bien Alhelí Castillo. Hace unos cuatro años, la nieta de un italiano de nombre Silvio Canata renunció a su trabajo en una oficina para recuperar el local que lleva registrada la historia de su vida en cada uno de sus rincones. Aún estaban la misma caja, la barra de madera, la vitrina, la rocola. La Superba había permanecido dormida demasiado tiempo. Un mal manejo –y algunas malas decisiones– había hecho que su reputación se cuestione, se juzgue. “Era algo que nos dolía mucho”, recuerda doña Judith, madre de Alhelí. Después de la muerte de Canata, a finales del 70, el negocio quedó en manos de los trabajadores del local. Así fue hasta el 2012. Fue Alhelí quien decidió volver a tomar las riendas. “Era difícil hacerme respetar, no solo porque este es un rubro donde los hombres han sido mayoría, sino también porque el personal más antiguo no está acostumbrado a que una mujer mande”, cuenta. Se ganó su confianza de a pocos. “Una vez entré a la cocina y empecé a contar uno a uno los filetes; saqué todo lo que había en las congeladoras, los estantes. Nunca más me miraron igual”, sostiene.

Resulta curioso que Alhelí nunca haya conocido a su abuelo.

LIMA LA MAGNÍFICA
La de Silvio Canata no es una historia muy distinta de la de tantos inmigrantes que pisaron la Lima de inicios del siglo XX con un sueño detrás. Fueron Carlos Onetto y Mario Carbone
–primo de Antonio Carbone, fundador del bar en el centro– quienes le ofrecieron a Canata hacerse cargo de La Superba (local que abrieron en 1938) antes de regresar a Italia. Carbone y Onetto le habían puesto aquel nombre en honor a su Génova natal, y significa ‘la soberbia’, ‘la magnífica’. Es así como se conoce a esa región y razones no faltan: de allí llegaron los Queirolo, los Cordano, los Piselli, los Carbone. Pioneros de un mestizaje que dejó como legado vivo, eterno, a las tabernas que siguien viendo reír y llorar a esta ciudad. //

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