"El muro de los lamentos", por Renato Cisneros.
"El muro de los lamentos", por Renato Cisneros.
Renato Cisneros

Inauguré mi perfil de en setiembre de 2007 siguiendo la sugerencia de amigos de la oficina que por esos días aseguraban fascinados lo ‘increíble’ que resultaba encontrarse virtualmente con tanta gente del pasado. Aunque tanto entusiasmo me pareció sospechoso, acabé suscribiéndome rendido ante el veredicto general, que aseguraba que Facebook –en comparación con la plataforma antecesora, el efímero Hi5– era más dinámico, más interactivo y, sobre todo, más popular: ‘todo el mundo’ estaba allí.

Al inicio, sí, era divertido hacer arqueología, buscar y ver reaparecer a chicos y chicas de la prehistoria escolar, antiguas parejas, amores imposibles, viejos amigos del barrio, familiares remotos, en fin, personas que habían entrado y salido de mi vida diluyéndose en el transcurso de los años. Cotejar a diario las ilustrativas fotos de su crecimiento profesional y su pujante felicidad me llevaba a comparecer delante del espejo y preguntarme por los triunfos propios y los sueños dejados a medias.

Poco a poco, sin embargo, fui constatando que con su estimable coartada del ‘reencuentro’ desafiaba una ley natural que permitió a generaciones anteriores llegar emocionalmente estables al estadío de la adultez: la ley del olvido. En el terreno sentimental, por ejemplo, antes, cuando las redes sociales no existían, costaba olvidar pero se aprendía. Conjurar al fantasma de un amor no correspondido suponía un paciente protocolo que incluía quemar cartas, romper fotos, cantar boleros y beber whiskies hasta que la resaca suplantara a la pena. Con Facebook, ese trabajo de reanimación se ha vuelto más arduo. Para tomar distancia de alguien hay que someterlo primero a la laboriosa muerte civil electrónica: dejar de seguirlo, desetiquetarlo, eliminar de tu muro todo vestigio desperdigado de su presencia y vencer la tentación de husmear en su perfil.

No hay olvido con , pero tampoco hay nostalgia. Con Facebook se terminó la ausencia y desapareció la distancia. Hoy nadie extraña, nadie se pregunta con melancolía por el paradero de nadie. Nuestras cuentas dan información personal con tal frecuencia que es difícil ya generar añoranza.

Otra de las lecciones que se obtienen tras una década de navegar en esta red es la siguiente: no todos están hechos para reencontrarse. Hay gente con la que nos llevaríamos mejor si la hubiésemos dejado en ese exilio por lo general tan apacible que es el recuerdo. Cuántas decepciones nos habríamos ahorrado. Cuántos malos ratos. Pienso, por ejemplo, en aquel compañero de colegio al que tenía en alta estima y que un día compartió muy orgulloso un video grabado por él mismo donde se burlaba de un muchacho afeminado que hacía deporte a unos metros de su auto. “Miren, pues, cómo esta ciudad se ha llenado de cabros”, era la imbécil frase con que acompañaba su filmación. Inmediatamente lo eliminé. En los años recientes, más de una vez me he visto en la urgencia de aplicar intensivas sesiones de profilaxis en mi grupo de contactos para desvincularme de aquellos que usan Facebook para dejar constancia de sus miserias y limitaciones.  

Eso sí: me he cuidado de mantener a mucha, quizá demasiada gente que piensa distinto que yo, que cree en otras cosas, que política y socialmente se identifica con causas que no abrazo. Me resulta ilustrativo saber cómo descifran el mundo. Nada peor en estos tiempos que hacer del muro una muralla y reducir Facebook a una burbuja cerrada a la medida de nuestras opiniones, taras y prejuicios, donde todos aplauden tus estados, suscriben tus ideas y te dan permanentemente la razón. No hay ganancia en eso. No es que las polémicas que se desatan me parezcan siempre edificantes, pero prefiero la controversia a la unanimidad. Tan grave como perder intimidad es perder perspectiva, criterio, sentido común; eso, claro, en el supuesto de que todavía conservemos algo. 

Esta columna fue publicada el 21 de abril del 2018 en la edición impresa de la revista Somos.

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