"La necesidad de volver", por Renato Cisneros. (Ilustración: Nadia Santos)
"La necesidad de volver", por Renato Cisneros. (Ilustración: Nadia Santos)
Renato Cisneros

1. Es jueves 5 de octubre. Debería estar viendo el Argentina-Perú con mis amigos en algún bar de Madrid. O en casa, sentado en la mecedora de Ikea, al lado de mi esposa, con mi hija en brazos. Pero no. Estoy en París, en un apartamento cercano al Centro Pompidou, con mi madre. Hace dos meses, cuando compré los pasajes para venir, no había forma de suponer que Perú llegaría a la última fecha de la Eliminatoria con opciones de clasificar al Mundial. Mi poca fe en la selección ha sido debidamente sancionada con este cuadro anómalo: yo pegado a la computadora, buscando colgarme de la transmisión de una página web de dudosa calidad, mientras mi mamá –fiel a su rabioso escepticismo– vislumbra la derrota peruana cada cinco minutos y lanza exhalaciones de hartazgo apenas los dirigidos por Gareca pierden la pelota. Así no se puede ver un partido de infarto. Para colmo, ni bien abro una lata de cerveza para paliar los nervios, ella levanta una ceja: “¿Otra más?”. En el entretiempo se queda dormida y el clima empeora porque solo hay una cosa peor que ver un partido de la selección con tu madre: verlo solo, es decir, con un bulto inerte que no escucha tus ruegos, tus indicaciones ni tu respiración agitada de hincha cuarteado en el fracaso.

2. Conseguir que mi madre regrese a París después de más de 35 años ha sido una conquista personal solo comparable con una vuelta de Perú a la Copa del Mundo. Así de épico, histórico y emocionante. Crecí oyéndola hablar de “la época que pasamos en París” con una añoranza conmovedora, como si de verdad su vida se dividiese en un antes y un después de esos dos años vividos en la capital francesa a fines de los 70, un ciclo dorado lejos de la familia, los amigos y sobre todo del ruido político que solía condimentar el día a día de mi padre en la Lima de ese tiempo.

Sin embargo, pese a aquella devoción, mi madre nunca volvió a París, no solo por dificultades económicas, urgencias domésticas y prioridades varias, sino también por un miedo inconsciente a enfrentar sus recuerdos y que los recuerdos la quiebren y sobrepasen. Como si no quisiera alterar la consistente felicidad del pasado con una vulgar irrupción turística. Como si su memoria, en lugar de restituir viejas escenas, fuera a clausurarlas.

Lograr que venga a París se parece mucho a lo que está pasando con la selección. Ya era hora de volver, de desempolvar viejos afectos guardados.

3. El segundo tiempo es una tortura. Son las tres de la mañana y allá afuera solo hay silencio. Mi madre sigue sin emerger del sueño: su reencuentro con París la ha dejado emocionalmente exhausta. Somos mi lata de cerveza Kronenbourg y yo metidos en La Bombonera a través de una señal pirata, sufriendo cada avance de Argentina, lanzando mensajes telepáticos para interrumpir los pases en callejón de Messi, cruzando los dedos para que alguna triangulación peruana prospere y se consuma el milagro. Al final, el empate deja una sensación de optimismo calmado y responsable. Todo se decidirá este martes 10 en Lima ante Colombia y yo –producto de esos planes de viaje arreglados sin creer un ápice en las posibilidades de Perú– estaré en Toulouse, la llamada Ciudad Rosa, en otro apartamento rentado, acompañado por mi madre dormida, pasando una madrugada aún más tensa que esta, una madrugada ciertamente larga que impondrá una actuación puntual, porque si Perú empata o pierde habrá que entristecerse y cerrar los puños y maldecir un rato. Pero si gana, si acaso Perú clasifica el próximo martes al Mundial de fútbol después de 36 años, habrá que estar a la altura de la circunstancia y convencer a mi madre para celebrar el evento imponiéndole algo de ruido a esa tranquila urbe llena de jardines, ríos y conventos.

Esta columna fue publicada el 7 de octubre del 2017 en la revista Somos.

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