"Yo odio San Valentín", por Carlos Galdós. (Ilustración: José Carlos Chihuán).
"Yo odio San Valentín", por Carlos Galdós. (Ilustración: José Carlos Chihuán).
Carlos Galdós

Carla es francófona, amante de Edith Piaf, ex alumna del colegio Franco Peruano y ha vivido en París. Yo de París solo sabía que ahí quedaba la torre Eiffel, gracias a un trabajo que hice en el colegio con láminas Huascarán. Ni bien nos conocimos, me dijo que de todas maneras teníamos que ir juntos e instalarnos por lo menos un mes para, quién sabe, quizá, tal vez, comenzar a conocer alguito de esa ciudad, comer escargot, foie gras, cassoulet y confit. Yo, lo más cerca que he estado de Francia, ha sido ir a la librería Studium, de la plaza Francia, en el centro de Lima (hoy inexistente). En cuanto a comidas, solo conocía el chocolate Beso de Moza francés, de D’onofrio. 

Así las cosas y ya viviendo juntos, decidí que era momento de proponerle a esta jolie fille (‘niña bonita’) que se casara conmigo. El escenario perfecto, qué duda cabe, serían los Champs-Élysées, pero mi bolsillo solo daba para irnos un fin de semana a Buenos Aires con millas canjeadas y hotel de oferta en Groupon. La fecha elegida fue 14 de febrero y, para no estar tan lejos de la fantasía parisina de Carla, reservé con dos meses de anticipación una mesita para dos en el bistró La Bourgogne, del famosísimo hotel Alvear Palace, en Recoleta, en el sótano, discreto, pequeño, acogedor, con un estricto código de vestimenta y un impecable menú degustación de la mano del Grand Chef Relais & Châteaux Jean Paul Bondoux. Mi anillo de compromiso comprado en el jirón Huallaga y yo íbamos a ganador esa noche. 

No hay un manual para pedir la mano, menos aún un tutorial en YouTube. Yo no tenía siquiera una referencia familiar, ya que todos mis tíos se entregaron al servinacuy directo y sin escalas. En esta oportunidad, sabía que tenía que ser más preciso y, por qué no, convencional. Llegamos al hotel media hora antes de la reserva, nos pedimos un trago en el roof bar, como quien va tomando valor. Llegada la hora, nos invitaron a tomar posesión de nuestra romántica mesa y yo me deshidrataba en sudor. Seguro que si me encontraba con algún peruano, me hacia la típica broma de ‘cómo te suda la espalda, Galdós’. Ya en la ronda de postres y con más de dos botellas de vino corriendo por mi sangre, sentí que era el momento de sacar mi cajita forrada en terciopelo y decirle a Carla que me quería casar con ella. Meto la mano al bolsillo y, de pronto, se apagan las luces, se encienden unas velas en la mesa de al lado, entran un par de violinistas, cuatro bailarines y un tipo que comienza a cantarle en francés a su acompañante. Acto seguido, lluvia de pétalos de rosas caían sobre mi crème brûlée y todo el restaurante, en medio de lágrimas, empezó a celebrar y aplaudir al novio que, de rodillas, pedía la mano de su amada con una roca del tamaño del hueco más grande de la avenida México, en La Victoria. Mientras tanto, yo seguía con mi mano encogida adentro de mi bolsillo derecho del pantalón y Carla lloraba como si ella fuera la novia a quien le acababan de pedir matrimonio con tremendo espectáculo. Emocionada, me dijo que era la pedida de mano más romántica que había visto en su vida, que qué lindo el novio que hizo todo eso y, al igual que los demás comensales, se paró a felicitar a la novia y hasta se tomó una foto con el novio. Yo seguía sin poder sacar la mano de mi bolsillo, apretando mi cajita con el anillo de circón ruso que le había comprado para tan magno evento. Esa noche nada podría superar a lo que vimos. Con un nudo marinero en la garganta y un ‘tráigame una botella más, cantinero’, decidí terminar la noche. El anillo en el bolsillo de mi pantalón jamás vería la luz. 

A la mañana siguiente, una notita en la mesa de noche de mi lado decía lo siguiente: “Sí, acepto. Tú no necesitas tanto show para pedirme”. Carla siempre haciendo todo más fácil. Y yo confirmando que San Valentín no nació para mí. Por eso lo odio.  

Esta columna fue publicada el 10 de febrero del 2018 en la edición impresa de la revista Somos.

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