"Contra el olvido", por Carlos Galdós. (Ilustración: José Carlos Chihuán Trevejo)
"Contra el olvido", por Carlos Galdós. (Ilustración: José Carlos Chihuán Trevejo)
Carlos Galdós

La reconciliación, como el perdón, demanda un proceso largo de idas y venidas, emociones encontradas, confrontaciones, revisiones una y otra vez de lo ocurrido. Es necesario inclusive que alguien nos guíe en esos vaivenes porque cada vez que creemos haber encontrado la respuesta o la tranquilidad, en el acto aparecerán nuevas dudas, nuevas interrogantes, nuevos juicios y otra vez a recorrer el camino. No es fácil, no es cosa de juego, y está bien que así sea, que nos ponga contra las cuerdas, que nos haga dudar antes de dar el paso de perdonar, porque luego no hay marcha atrás. Yo no puedo perdonar a alguien y al rato decirle ‘lo siento, ahora te vuelvo a odiar o me vuelvo a resentir contigo porque me acabo de dar cuenta de que así nomás no se me va a pasar’. Por eso, acciones como perdonar o reconciliar no pueden llevarse a cabo con ligereza, ya que además de todo lo anterior demandan también algo muy importante: decisión. 

La reconciliación jamás será una carta bajo la manga para voltear la partida, menos una ficha intercambiable, mucho menos un salvavidas porque mi gobierno se hunde y muchísimo menos aún puede ser un capricho impuesto en nombre de la autoridad, la gobernabilidad o cualquiera de las justificaciones que hoy observamos. Yo no le puedo imponer a nadie que cierre una heridas por decreto ley. Eso es una salvajada. Es insensible, porque sobre las emociones y sentimientos de las personas no hay pactos políticos ni gobernabilidad que valgan. Y ojo, eso no es odiar: es simplemente entender que es un proceso que toma tiempo, que va de la mano de la justicia, porque sin justicia no hay cabida para la reconciliación. Sin justicia no hay herida cerrada.

La reconciliación no puede ni debe ser una orden superior impartida por el presidente porque se le ocurrió un buen día que era la única herramienta para salir bien librado del lío en el que él solito se ha metido (y ahora nos ha metido a todos los peruanos). Tampoco puede pretender tapar el dolor con indemnizaciones, porque eso es decirle a la gente ‘ya, ok, toma tu plata y cállate’. Lamentablemente, quien piense que esa es la solución se equivoca, porque el dolor no es como una acción de la bolsa de valores, que de acuerdo con la coyuntura sube o baja su intensidad. El dolor, cuando no hay justicia, se queda ahí clavado como una astilla, dolorosa, incómoda. 

Hay quienes estos días han osado decir que si ponemos en la balanza lo bueno y lo malo, más pesa lo bueno que se hizo y que lo de las muertes de inocentes fue parte de lo que se estaba viviendo. Y que finalmente son unos cuantos versus los millones de peruanos a salvo del terrorismo. Miserable enfoque. Indolente balance de quienes creen que el Perú es todo lo que les pasa a ellos y su mundo; todo lo demás que ocurra fuera de su espectro es puro daño colateral. Difícil construir y reconciliar a partir de esa indiferencia e indolencia, las mismas que nos llevaron a la violencia.

Por suerte somos más los que todavía nos podemos indignar frente a la injusticia, nos solidarizamos con el dolor ajeno y lo tomamos como nuestro para hacernos uno y salir a las calles a gritar y hacerles escuchar a nuestras autoridades que están equivocadas, que no somos más ese país de idiotas, que lo que daña al de al lado me daña a mí también. Yo quiero el perdón y la reconciliación para mi país, claro que sí, pero antes quiero justicia y verdad. Yo te perdono, pero ante todo tengo la obligación de no olvidar, porque si olvido, cometeré los mismos errores. Yo te perdono porque no quiero sentir más este dolor, esta herida, esta rabia que no me hace bien. Pero la justicia tiene que seguir y no podemos canjear justicia por gobernabilidad…Qué desilusión de presidente, qué vergüenza de políticos. 

Esta columna fue publicada el 30 de diciembre del 2017 en la revista Somos.

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