"El origen del monstruo", Renato Cisneros. (Ilustración: Nadia Santos)
"El origen del monstruo", Renato Cisneros. (Ilustración: Nadia Santos)
Renato Cisneros

Nuestro problema con el terror es que no conocemos su origen. Esta semana se ha comentado hasta la saciedad el aniversario número 25 de la captura del genocida Abimael Guzmán. Con el pretexto de esa fecha –que además coincidió con la polémica salida de prisión de la terrorista Maritza Garrido Lecca– hemos visto una veintena de reportajes históricos acerca de los crímenes más perversos de Sendero Luminoso y del trabajo de inteligencia que hizo posible la detención de su cúpula.

Todo eso está muy bien: es parte del obligatorio ejercicio didáctico que tenemos que llevar a cabo para corregir las deficiencias educativas de los peruanos más jóvenes, muchos de los cuales son capaces de confundir una imagen de Guzmán Reynoso con una de García Márquez (Panorama, 2015).

Sin embargo, más allá de celebrar el cuarto de siglo que Guzmán lleva entre rejas y de debatir lo justo o injusto de ciertas condenas, tendríamos que hablar de las razones de fondo detrás del levantamiento en armas de Sendero treinta y siete años atrás, en mayo de 1980, en Ayacucho. Hay mucha literatura al respecto, pero en los medios, las redes y otras plataformas más accesibles y cotidianas esa prehistoria no se repasa.

No pretendo aquí darle la más mínima opción de disculpa al reguero de sangre que Sendero mantuvo durante 20 años en el Perú. Los atentados a la democracia deben castigarse ejemplarmente, pues nada justifica el uso de la violencia. Dicho eso, una cosa es cierta: el cuento, tal como nos lo venimos contando parece suponer que los terroristas fueron asesinos y monstruos salvajes desde que nacieron.

Creo que a estas alturas, sin dejar de llamar criminal al criminal, hay preguntas incómodas que todos –testigos o no de los años violentos, hijos o no de protagonistas del conflicto– tendríamos que intentar responder: ¿por qué un grupo de peruanos optó por comenzar a matar a otros peruanos? En otras palabras, ¿cómo ese grupo se convirtió en una banda de salvajes homicidas? Si fue por desprecio a una serie de desigualdades sociales, ¿dónde y cómo nació ese recelo? ¿Se mantiene hoy esa desigualdad? Y, lo más importante, lo más difícil también, ¿qué papel jugamos nosotros en la subsistencia de esas diferencias?

Nunca olvidaré la frase del italiano Primo Levi que se encuentra grabada en la entrada del memorial del holocausto en Berlín: “Esto ha pasado y, por lo tanto, puede volver a pasar”. No la olvido porque vuelve a mi mente cada vez que en el Perú se habla del terrorismo como un enemigo erradicado y no como lo que muy pocos se atreven a decir: que es un flagelo dormido.

En 1961, en Jerusalén, la filósofa judeo-alemana Hannah Arendt cubrió para la revista The New Yorker el juicio del líder nazi Adolf Eichmann, miembro de las SS. Sus reportajes, reunidos en el libro Eichmann en Jerusalén. Un ensayo sobre la banalidad del mal, provocaron admiración y repudio a partes iguales. Eichmann era visto por miles como un demonio que aborrecía a los judíos y por eso había ordenado su aniquilación. Para Arendt, en cambio, era un hombre “terriblemente y temiblemente normal” con un desarrollado sentido del orden, que abrazó la ideología nazi. Sin justificar ni perdonar al enemigo, Arendt se esfuerza por entenderlo. Cuando el libro salió a la luz, unos lo calificaron de “obra maestra”, pero otros no dudaron en acusar a la autora de “traición”.

En esas mismas páginas la alemana sostiene una idea que hoy resulta crucial para nosotros: los miembros de una sociedad no son culpables de los crímenes perpetrados por sus antecesores pero sí responsables.

¿Cuál es la responsabilidad de los peruanos del siglo XXI respecto de lo ocurrido entre los años 1980 y 2000? Creo que la responsabilidad más obvia es la de seguir contándonos lo que ocurrió pero recapitulando desde un inicio para comprender más, y no de cualquier manera sino con un lenguaje, una perspectiva y una crudeza tales que logren, no sé si disipar el odio reinante, pero al menos evitar que siga propagándose. 

Esta columna fue publicada el 16 de setiembre del 2017 en la revista Somos.

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