"Un recuerdo intocable", por Pedro Suárez-Vértiz (Ilustración: Nadia Santos)
"Un recuerdo intocable", por Pedro Suárez-Vértiz (Ilustración: Nadia Santos)
Pedro Suárez Vértiz

Ella estaba en mi auto. Bueno, el auto era de mi papá. Era pelucona y chistosa. Siempre era chistosa en la calle, nunca en la universidad. La miraba por el espejo y la veía sonreír. Ella se echaba en el asiento de atrás para leer separatas o escuchar música. Me encantaba verla siempre ahí. Parecíamos familia. Volteaba y le daba picos y ella a mí. Era curioso: la quería entrañablemente como amiga pero me tocaba y me volvía loco. Tenía microondas en la piel. Como la estática del Vinifan que te paraba los pelitos.

Me pedía que abriera la ventana. Sus rulos se movían con el aire y me encantaba. Me encantaba sacarla a pasear por las calles vacías de La Molina en esa época. Teníamos un hueco de tres horas en nuestros horarios. Magnífica y mágica coincidencia. Cuánto le gustaba escaparnos. Creo que se sentía artista conmigo. Siempre nos cuidábamos de las amigas suyas que vivían por ahí. Todas vivían cerca y nadie debía saberlo. Ella era hija de un psiquiatra adinerado. Que yo le gustara era, por lo tanto, un elogio para mí.

Yo era de San Isidro y me sentía un extranjero en Surco. La gente que vive en Monterrico, Valle Hermoso, Casuarinas o La Molina siempre se queda por allá y los de San Isidro, Barranco y Miraflores siempre nos quedamos por acá. Ella era de ‘por allá’, estudiaba en la misma universidad que yo, pero era de otra facultad. Nos conocíamos desde estudios generales. Nos besábamos cuando estudiábamos un curso común en grupo, en casa de una compañera en la urbanización Neptuno, frente a la universidad. Nunca habíamos ido a su propia casa. “Quiero conocerla”, le dije. Un día, ella llamó de un rin y descubrió que todos iban a salir. Me dijo: “Vamos, pues”. Abandonamos la cafetería y yo manejaba con su rostro en mi nuca y cuello. Ella siempre iba atrás para poder abrazarme.

Conversábamos; me frotaba el antebrazo, la mano. En ese inolvidable día ella se pasó adelante. Me contaba de su abuelita, de su tío gerente del hipódromo que estaba con su mamá en casa de una tía. Teníamos poco tiempo. “Quiero olerte”, le dije, “déjame olerte”. “Acá no, estás loco”, me dijo. Me volvía loco, siempre era intenso. He tenido muy malos momentos discutiendo en la universidad con ella, pero afuera nunca. No lo entiendo hasta hoy: era dulce, paciente conmigo. No era la pituca chancona del campus. Era otra persona. Yo siempre era feliz con ella. Creo que me enamoré. Nunca pensé que fuera tan ardiente. Había hecho todos mis cálculos instintivos y todo arrojaba frigidez. Ella me lo decía también: “te decepcionarías”, pero era mentira, total mentira, y es que olvidé un detalle: las mujeres ardientes o son velludas o lunarejas –es un dicho antiguo– y ella vaya que tenía lunares.

“Ese es el problema del amor”, decía, “y empieza en la mujer con su idolatración y adulación a un nuevo hombre para que este, a través de su talón de Aquiles llamado ego, caiga”. Yo le contesté: “Pero, tranquila, no eres tú. Es la madre naturaleza a través de ti. Te crea esa mitomanía de que él lo es todo y te copa todos los sentidos y no hay nada más que llame tu atención, porque a través de esa actitud el hombre se siente especial y se queda. Pero tú no eres así. No somos enamorados”.

Descubrí con ella, en tiempo presente, que el amor tiene un primer capítulo que es así, mitológico. Y por eso siempre la mujer se desenamora y el hombre se queda enamorado. Porque no fue amor. Fue el periodo de hinchamiento del ego del hombre, de que se sienta importante y eso le gusta. No se puede resistir. Pero entre nosotros no hubo ese problema obligatorio en toda relación. Sabíamos que era un flirt intelectual y no lo forzábamos. 

Hicimos el amor en su casa ese día. Caí sobre ella y nos abrazamos y nos besamos y quería quedarme ahí pero ella me dijo que debíamos irnos. “No seas vago, Pedro”. Pero nos fuimos a pasear, a comer, a sonreír. Hoy más que nunca pienso que los recuerdos son como cuadros, canciones, esculturas. Ella no dijo nada, solo me miraba tomando mi rostro. Nunca la volví a seducir, no quería que la gula vaya a aburrirnos. Cada vez que escucho Don’t dream it’s over, me acuerdo de esos paseos. ¿Volví a buscarla? No. Los grandes recuerdos son como obras maestras y las obras maestras nunca se retocan.

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