"La recuperación de la pureza", por Renato Cisneros. (Ilustración: Nadia Santos)
"La recuperación de la pureza", por Renato Cisneros. (Ilustración: Nadia Santos)
Renato Cisneros

Qué es lo mejor de ser papá, me preguntó un amigo en medio de un desayuno prenavideño. Tengo menos de cuatro meses, todavía no lo sé, respondí. Pero algo nuevo habrás aprendido, insistió. Déjame pensar, le dije. Repasé los últimos días como quien rebusca en un cajón desordenado y, en efecto, ahí estaban los hallazgos que hasta ese momento no me había tomado la molestia de identificar. A veces el aprendizaje vaga dentro de uno sin nombre, va acumulándose en medio de la costumbre y solo se hace patente cuando el pensamiento lo alcanza a través del lenguaje. Pensé entonces en tres situaciones cotidianas recientes que me han conmovido pero que no sabía cuánto hasta que las rescaté de la memoria.

Pensé, para empezar, en la forma en que mi hija se relaciona con el agua. De tanto tramitar con el agua, uno se acostumbra a tener con ella un vínculo mecánico, utilitario, recreativo; nuestra mayor preocupación es que no escasee, que podamos purificarla, temperarla. Pero a través de los ojos de Julieta el agua no es solo un recurso a ser consumido. En ese océano de miniatura que es su bañera, el agua acumulada es una presencia envolvente y uno, o al menos yo, como si me topara con ella por primera vez, he vuelto a reparar en aspectos que de tan obvios habían dejado de llamar mi atención: su consistencia inaprensible, su facultad reanimadora, sus chasquidos, sus mareas, su percudida soledad una vez que el cuerpo desocupa el recipiente.

También pensé en ese momento del día en que cargo a mi hija delante del espejo, nos miramos y ella contempla su reflejo con intriga y desconcierto. A diferencia de los adultos, que damos por sentado que el cristal no desmiente la realidad y nos enfrentamos a él con vanidad burocrática, los ojos del niño escrutan esa gran lámina sin certezas, quizá preguntándose si ese mundo de allí es copia, extensión, invento o sueño, si tanta profundidad en la pared puede ser cierta. Cuando mi hija mira a la Julieta del espejo y acerca su mano para tocar la de aquella, no siempre sonríe, a veces refunfuña, pero no rehúye al contacto, actúa como si fuera consciente de que ella –es decir, la otra– es y no es, existe y no existe en el mismo plano del universo. O tal vez es solo mi imaginación y lo que mi hija piensa en realidad es que su padre duplicado se ve menos fofo que el hombre que la sostiene.

Una noche, hace un mes, descubrí a Julieta mirar muy concentrada la lámpara en forma de araña que cuelga del techo de su habitación. Me fijé bien en el curso de sus ojos y descubrí que no eran las luces, sino las sombras lo que le fascinaban. Me detuve en esas sombras que siempre, cada noche anterior, habían estado allí inquiriéndome sin que les prestara un segundo de interés pero que ahora, por intermediación de mi hija, recobraban su persuasión. De pronto se habían convertido en tarántulas gigantes. Recordé entonces el capítulo de la enciclopedia Temática dedicado a los ‘Manimales’ que me obsesionaba de niño, e instintivamente procedí a componer siluetas de fieras e insectos con las manos –el conejo, el perro, el búho, el cocodrilo, el pájaro, la araña, la libélula–, y cuando vi a Julieta celebrar la proyección de ese zoológico animado sentí que aquella obsesión infantil acababa de justificarse tantos años después, y que era muy probable que a los 11 hubiese adquirido aquel inútil conocimiento recreativo solo para aplicarlo en este único momento.

Ya sé qué es lo mejor de la paternidad, le contesté a mi amigo tras hilvanar en la mente los episodios del agua, el espejo y las sombras. La recuperación de la pureza, dije, y al decirlo sentí que adelantaba el título de un libro que ojalá algún día escriba para que al menos sea leído por esa futura lectora que por estos días me viene dando clases maestras de inocencia y felicidad. 

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