"Ritual de los prójimos", por Renato Cisneros. (ilustración: Nadia Santos)
"Ritual de los prójimos", por Renato Cisneros. (ilustración: Nadia Santos)
Renato Cisneros

Una de las cosas que más disfruto viviendo en Lima es la pichanga de los sábados. Pase lo que pase el viernes por la noche, así llueva, truene o relampaguee, los miembros del grupo se inmolan a la mañana siguiente desde las 8 a.m. y se hacen presentes en esa cita –mitad deporte, mitad liturgia– que lleva casi 30 años reeditándose continuamente.  

Los más veteranos del círculo empezaron a pelotear en 1990, en las canchitas de concreto de Marbella, allá abajo, entre el mar percudido y los acantilados de la Costa Verde. De esa época data la anécdota de aquel pelotero pretencioso que nunca dejaba de promocionar su ‘gran panorama de juego’. Un día, un hombre se lanzó al precipicio desde lo alto del malecón y unos reporteros llegaron hasta la canchita a indagar si por casualidad alguno de los jugadores había divisado al suicida antes de consumar la tragedia. El dichoso volante no resistió la tentación de figurar ante las cámaras y dio un paso adelante. Cuando los periodistas le preguntaron cómo así se había percatado de los hechos, él argumentó: “Bueno, es que como yo juego siempre con la cabeza levantada…”.  

Desde aquellos días hasta la fecha, la pichanga ha ido sufriendo no pocas mutaciones. Muchos jugadores se alejaron, otros llegaron, varios se mantuvieron, envejecieron e incluso sus hijos fueron incorporándose a medida que crecían, gracias a lo cual la pichanga ganó una singular mixtura generacional. De ahí que hoy no sea extraño, por ejemplo, que un veterano de 72 comparta la línea defensiva con un muchacho de 25.  

También la escenografía fue relevándose: de las precarias instalaciones de cemento de la Costanera se pasó al pasto sintético del Fundo Odría, luego a La Alborada, a los colegios San Jorge, Newton y al club Chama, antes de recalar en nuestro actual punto de encuentro: los predios del Hans Christian Andersen.  

Tanta mudanza no ha sido indisciplina, sino un claro signo de los tiempos. La pichanga comenzó a jugarse en una Lima noventera que ofrecía pocas losas deportivas y un discreto apetito futbolero. Aquella ciudad tiene muy poco que ver con la Lima actual, donde la alta demanda de complejos deportivos –atizada en los últimos meses por la fiebre mundialista– obliga a reservar cancha con antelación o a sufrir una constante rotación de escenarios.  

Hace tres lustros me sumé a esta cofradía sabatina y desde entonces, salvo por una temporada de vivir fuera del país, una lesión considerable o alguna resaca poderosa, la frecuento con emoción adolescente, tanto por lo que ocurre antes, como por lo que sucede durante y sobre todo después. La pichanga es fulbito de alta intensidad, es competencia entre dos o tres equipos (depende del número de fieles que aparezca), pero es fundamentalmente conversación, carcajada, brindis y celebración de ese valor tan prostituido por las redes sociales, la amistad. Si en la cancha hay gritos, tensiones o disputas, se olvidan una hora más tarde.  

Es curioso: recién me doy cuenta de que no conozco bien a la mayoría de jugadores, no conozco sus casas ni del todo sus actividades laborales, es más, de algunos no sé más que el apelativo, chapas que fueron institucionalizándose semana a semana hasta reemplazar al nombre de pila –‘Borrachera’, ‘Tuki Tuki’, ‘Mochila’, ‘Jati’, ‘Chavetita’, ‘Ministro’, ‘Chicha’, ‘Pescado’, ‘El Niño Torres’ y el popular ‘Multimedia’ (porque juega con tres pares de medias)–; sin embargo, todos me resultan propios y entrañables. Supongo que la genuina pasión compartida y la persistencia de tantos años explican lo familiar del vínculo.  

Hoy, mientras los lectores madrugadores lean esta columna, nosotros estaremos tocándole la puerta trasera del Hans Christian Andersen al guardián, el buen Nemesio. Una vez dentro haremos calistenia y disparos al arco, repartiremos chalecos azules, amarillos y rojos, sortearemos turnos y esperaremos el momento indicado para dar inicio al ritual, nuestro ritual, acaso el último que nos queda. 

Esta columna fue publicada el 14 de abril del 2018 en la edición impresa de la revista Somos.

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