(Ilustración: Nadia Santos)
(Ilustración: Nadia Santos)
Renato Cisneros

El camino hacia el debut paternal va revelándole al hombre el tamaño de su ignorancia. A medida que avanza en ese terreno, más pasos en falso da. Si esa ineptitud fuese al menos compartida, en fin, pero ni eso, pues la mujer embarazada, por muy joven o inexperta que sea, siempre poseerá un conocimiento mayor respecto de los varios asuntos logísticos que impone la antesala al nacimiento.

Entendí claramente esa diferencia tras visitar la tienda de coches de bebe. Esa tarde lo primero que me paralizó fue notar lo mucho que ha evolucionado el medio de transporte. Ya nada queda de la canasta rodante tirada por un pony que, en 1733, a pedido del duque de Devonshire, o más bien de sus niños, construyera el arquitecto y paisajista inglés William Kent.

Lo segundo fue apreciar la cantidad de modelos reinantes: el Bugaboo Buffalo, el Babyzen Yoyo, El Mamas & Papas Urbo 2, el Peg Perego Book Plus, el Stokke Xplory, etcétera. Mientras oía a la dependienta referirse a las bondades de cada uno en materia de suspensión y seguridad, me preguntaba qué pensábamos hacer con la pobre niña: pasearla por el barrio o mandarla a la Luna. Al advertir mi estupor, mi esposa reaccionó con extrañeza. “No me digas que no habías escuchado hablar de estas marcas”, dijo, resuelta, conocedora, canchera.

El tercer impacto llegó cuando la mujer se refirió a una indecible cantidad de ‘accesorios’ disponibles: desde sistemas de amortiguación y ruedas de terreno irregular, hasta un protector contra insectos, pasando por la burbuja de lluvia, el bolso organizador, el patinete acoplado, los ganchos, los portavasos, las bandejas y la sombrilla. Aquí solo faltan la carpa, la parrilla y el minibar, murmuré.

El nocaut, claro, llegó cuando la señorita nos hizo un estimado de cuánto costaría ese arsenal de caprichos. Al oír la cifra expectoré una risa involuntaria que no le hizo nada de gracia a mi esposa. “Llevamos todo”, ordenó ella, y mientras nos dirigíamos a la caja registradora me juré a mí mismo que mi hija usaría ese coche, mínimo, hasta la universidad.

Algo parecido sucedió la mañana en que fuimos a Ikea para comprar los enseres de la habitación de la nueva integrante de la familia. Mis cálculos económicos cubrían el mobiliario básico: la cuna. Así se lo comuniqué a mi esposa, que ante mi franqueza no supo si reír o llorar. Lo que sí supo fue aclararme que, además de la cuna, adquiriríamos, “para empezar”, un cambiador, un moisés, un armario, una bañera, una cómoda, una mecedora y una hamaca. No quise indagar más por temor a que dijera “¡y otra casa!”. Luego se pronunciaría respecto de la decoración, las cortinas, el colchón, el refrigerador de biberones y el contenedor de pañales. “Creo que mis cómics tendrán que esperar hasta Navidad”, me resigné por dentro.

No me salieron mejor las cosas el día que entramos a una tienda de ropa infantil y nos separamos en direcciones opuestas. Dado que siempre recibo quejas acerca de mi poco involucramiento en los quehaceres prácticos de la prepaternidad, decidí sorprenderla. Minutos después, la asalté: “¿Qué te parece este mameluco de recién nacida?”. Ella volteó y puso cara de haber visto a la virgen. Sin embargo, su expresión fue mutando a medida que revisaba la mercancía. “¿Para quién es esto?”, preguntó. “Para nuestra hija, para quién más; no me digas que no está bonito, le va a quedar pintado”, me defendí. “Sí, está muy lindo, si no fuera porque es para un niño de dos años”.

Me he dado cuenta de que no hay nada que sirva para ahorrarse estos apuros. Ni tutorial de YouTube, ni página web especializada, ni consejería social. En los dos meses que quedan hasta el nacimiento de Julieta tendré que recurrir a la que, dicen, es la única fórmula efectiva. La triple A. Ahorrar, acatar y aguantarse.

Esta columna fue publicada el 8 de julio del 2017 en la revista Somos.

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