Desde muy chico ya le interesaba la filosofía. “En particular, la filosofía de la física. Y me di cuenta de que para poder entender eso necesitaba entender física. Entonces empecé a estudiar física como medio para hacer filosofía; poco a poco me fui entusiasmando y durante unos años me desentendí de la filosofía. Pero de pronto me topé nuevamente con problemas filosóficos de mecánica cuántica”.

Por su voracidad intelectual en la escuela debió ser el primero Para nada, ¡era de los últimos! Era mal alumno, porque me interesaban mucho más otras cosas, por ejemplo, la filosofía, la literatura, la política. Además iba a un colegio cuyos profesores no eran docentes profesionales, sino aficionados, amigos del rector o algo así.

Su última obra es “Filosofía para médicos” (Gedisa, 2012). ¿Qué lo llevó a escribirlo? El problema del diagnóstico médico me venía interesando desde hacía mucho tiempo, porque es un problema de los llamados “inversos”: va del efecto, el síntoma, a la causa. Y los problemas inversos o bien no tienen solución, o bien tienen muchas soluciones. La mayor parte de la gente abarca problemas directos. Es decir, dada una ecuación, trata de resolverla. Pero el problema inverso [dado un resultado, encontrar la ecuación] es más difícil.

Allí trata temas candentes, como el encarnizamiento terapéutico. Es el abuso de pruebas diagnósticas, de medicamentos. Por ejemplo, el caso de enfermos terminales a los que se los hace seguir sufriendo innecesariamente porque se sabe que lo único que se puede hacer es prolongar la miseria.

¿Qué criterio debe seguir el médico para saber cuándo detenerse? Hay que abandonar el precepto tradicional de alargar la vida lo más posible. Lo que importa no es la longitud, sino la calidad. Alargar una vida desgraciada, de dolor, es cruel. Al venir hacia aquí, en el Parlamento de la provincia de Quebec, donde resido, se estaba discutiendo un proyecto de ley sobre muerte digna que permitirá al enfermo pedir que lo asistan para suicidarse. Hoy, la gente con medios, cuando se siente morir y no quieren ayudarla, va a Suiza. En el futuro, podrá ir a Quebec.

¿Está de acuerdo con el suicidio asistido? Completamente. La máxima de mi sistema ético es: “Disfruta de la vida y ayuda a vivir”. Si llega un momento en que ya no se puede disfrutar ni ayudar a otros, es mejor desaparecer con el mínimo dolor para uno mismo y para los demás.

También escribe que la psiquiatría está muy atrasada. Los psiquiatras deberían estudiar más neurociencias. Antes se estudiaba el cerebro muerto. Alrededor de 1930, más o menos, [el neurocirujano canadiense] Wilder Penfield fue uno de los primeros en estudiar el cerebro vivo. Aplicaba descargas eléctricas muy leves en la corteza cerebral para ubicar los distintos centros. Junto con Brenda Milner, estudiaba a los pacientes que sufrían epilepsia, fue el primer neurocirujano científico. Antes se operaba de forma completamente empírica y se quitaban cantidades enormes de tejido nervioso. Eso ya no se hace. Hay que hacer psiquiatría biológica. Hay que olvidar a Freud, a Jung, a Charcot y a todos los demás charlatanes.

¿Cree que una mayor formación científica de la población mejoraría la calidad de nuestra vida cívica? Seguramente, porque al tomar decisiones, sean políticas o médicas, debemos hacerlo sobre la base de ciertos conocimientos.

¿Aunque las decisiones, según dicen las neurociencias, son bastante irracionales? Sí, muchas veces son impulsivas, puramente emocionales, pero a veces, por ejemplo, en el caso de la política, tenemos antecedentes, sabemos qué puede ocurrir, y en el caso de la medicina también. Hay gente que aun teniendo algún grado de conocimiento científico se atiende por curanderos. ¿A qué recurren? A anécdotas. “A la tía María le fue muy bien”. No tienen ningún peso. La cosa es muy grave, porque en países como Estados Unidos, lo que gastan en acupunturistas, homeópatas, psicoanalistas, es equivalente a lo que gastan en hacerse atender por médicos auténticos. Son sumas enormes, grandes negocios. Hay que educar a la gente. El efecto placebo siempre está en la cabecera de los enfermos. Y no sol o de los enfermos, sino también de los votantes.

Su productividad deja sin aliento, ¿cuál es su secreto? No dejar de trabajar. Ser moderado y regular en los hábitos. Yo no fumo, no bebo, no como de más, no como porquerías, si puedo evitarlo, pero no hago suficiente ejercicio. Además, evito tóxicos: no leo a Heidegger más que lo indispensable para criticarlo. Lo mismo con Husserl, Nietzsche y Hegel. Ya me envenené cuando era joven leyendo a Hegel. Creía en todo ese macaneo, hasta que me di cuenta de que fue el primer posmoderno, el primer cruzado de la contra-Ilustración. El más importante, pero porque se ocupó de problemas importantes, a diferencia de estos “idiotas” como Derrida, Deleuze, que ni siquiera saben de qué hablan. Hegel se ocupó de problemas importantes, que resolvió mal, por supuesto.