Indígenas denuncian que cada vez ven más cultivos de coca en los alrededores y gente transportando droga. Por eso demandan una pronta titulación de sus territorios para protegerse de los invasores. Foto: Federico Cisneros
Indígenas denuncian que cada vez ven más cultivos de coca en los alrededores y gente transportando droga. Por eso demandan una pronta titulación de sus territorios para protegerse de los invasores. Foto: Federico Cisneros
Mongabay Latam

No es tan bonito viajar cuando piensas que te pueden matar. En la trocha que separa el Valle de Esperanza y Pangoa lo único que alumbra son las estrellas. Son unas cinco horas de camino casi a ciegas y hasta un inocente perro te asusta. Esta zona de la selva central es la parte baja del río Ene, el llamado Valle de los Ríos Apurímac, Ene y Mantaro (VRAEM), un lugar en el que se vive en estado constante de emergencia desde hace décadas. Por los cultivos ilegales de hoja de coca y por la presencia del grupo terrorista Sendero Luminoso, que según la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), asesinó a más de 37 000 personas entre 1980 y el 2000. Me da miedo ser un número más de estos, a pesar de que supuestamente ya no pasa nada.

Esta es la principal fábrica de cocaína en el mundo y una de las tierras más idóneas para el cultivo de hoja de coca. Según las últimas cifras publicadas por la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) solo en este valle se encuentra casi el 70 % de la producción peruana y alrededor del 15 % de la mundial. Cada hectárea puede llegar a tener más de 150 000 plantas, a diferencia de Colombia y Bolivia, donde crecen alrededor de 30 000. Estos tres países son los únicos que lo cultivan y su expansión es cada vez mayor. Solo en este valle se pierde un promedio de 30 hectáreas de bosques cada hora, afirman cifras de la Dirección de Ambiente y Recursos Naturales del sector Agricultura. Y en medio de este crecimiento desmedido, las comunidades asháninkas se ven acorraladas o, mejor dicho, olvidadas.

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La tierra imaginaria
“Dígale a los gobernantes que Meantari sí existe”, me repetían todos los pobladores de esta comunidad asháninka, separada de Lima por 12 horas en carretera, 2 de trocha, 10 en río, otras 4 de trocha y otras 4 más caminando en un tupido bosque lleno de colinas.

Después de estar dos días entre carros, botes, y saltando piedras y troncos, sientes que solo quieres buscar una sombra para evitar que el sol te siga achicharrando la cabeza. Sin embargo, el cansancio solo es un detalle cuando te percatas de dónde estás parado. Un rincón del mundo al que nadie llega y que fácilmente podría ser considerado el paraíso, pero que lamentablemente está lejos de serlo. Meantari es una de las comunidades asháninkas que viven en el VRAEM. Así como todas las demás, hicieron lo que quisieron con ellos en la época del terrorismo. La CVR calcula que por esos años desaparecieron entre 30 y 40 comunidades asháninkas, más de 5000 indígenas fueron secuestrados y más de 6000 fueron asesinados. No existe asháninka en este valle que no tenga al menos un familiar desaparecido por esos años.

“Cuando llegaron los terroristas a la comunidad, nos rodearon y nos empezaron a decir que nos unamos a ellos. No quisimos y nos dispararon como animales. Mi esposo y uno de mis hijos fueron asesinados mientras huían”, parece que fuera ayer cuando Virginia Romaní, una mujer de un metro y medio, y piel desgastada por el sol,  cuenta esto. Es una de las ancianas de la comunidad, en un lugar donde no hay viejos: casi todos los adultos fueron exterminados.

Según estudios del Gobierno Regional de Junín, el 92 % de los niños están desnutridos y el 70 % sufre de diarreas a causa de la mala calidad de agua, la suciedad y las malas prácticas de higiene. Foto:Federico Cisneros.
Según estudios del Gobierno Regional de Junín, el 92 % de los niños están desnutridos y el 70 % sufre de diarreas a causa de la mala calidad de agua, la suciedad y las malas prácticas de higiene. Foto:Federico Cisneros.

Han pasado más de 30 años desde que Sendero Luminoso convirtió estos bosques en su patio trasero, donde hicieron lo que quisieron con la gente que solo pretendía una vida en paz. Los que no pudieron escapar, terminaron flotando como cajas de cartón en los ríos o enterrados como piedras en medio del bosque. En los primeros días de junio de este año, desde Meantari vieron bombas a lo lejos. No se imaginaban que era un ataque terrorista a la Base Contraterrorista de Nueva Libertad, en el distrito de Vizcatán, a unos kilómetros de ahí. Ellos solo rogaban que no avanzara hacia donde ellos estaban.

“Queremos que nos entreguen nuestro título por este territorio en el que nuestros ancestros han vivido. Después vienen los choris (colonos de la sierra) a sembrar coca porque todos ellos están metidos en eso. No queremos seguir viviendo con miedo”, me dijo Angel Tsirorinti, poblador de Meantari, mientras me invita un pote con masato, una bebida a base de yuca muy tradicional en comunidades indígenas.

En Meantari viven unas 120 personas. Todos son muy amables. No dudan en invitarte los últimos trozos del majaz (chancho de monte) cazado el día anterior o en darte, una y otra vez, masato, como muestra de hospitalidad. Así sea lo último que les quede. Las casas son muy sencillas, al igual que en todas las comunidades asháninkas. Están hechas con madera, no tienen paredes, solo una plataforma y los techos son de hojas de palmera. En las noches, los más afortunados cuelgan mosquiteros para descansar y los demás solo cierran los ojos para intentar olvidar. Los problemas no se detienen aquí. Antes era el terrorismo y ahora la inseguridad en su territorio. Las titulaciones tardan años y los colonos los invaden, queriendo quitarles sus tierras, que según el Estado es territorio ancestral y en teoría no puede ser tocado por extraños. En los primeros días de febrero de 2017, unas sesenta personas provenientes de Ayacucho llegaron armados a Meantari, exigiendo esa tierra, diciendo que les pertenecía en nombre de la Asociación de Productores Agroforestales y Ganaderos reubicados Nuevo Luren – Somanevi. Los asháninkas fueron acorralados, como lo hicieron los terroristas hace un par de décadas. Y escaparon. Sintiendo que les estaban arrebatando, una vez más, lo que siempre fue suyo.

“Al día siguiente, iniciamos las acciones legales, amparándonos en el derecho a la defensa posesionaria extrajudicial, establecido en el código civil. Teníamos 15 días hábiles para recuperar el territorio con la fuerza que tengamos que utilizar. Enviamos documentos a la Defensoría del Pueblo, coordinamos con las Fuerzas Armadas y la policía, para realizar esta defensa. Las Fuerzas Armadas peinaron la zona, pero el día que íbamos a hacer la defensa, el helicóptero de la policía no quiso bajar para hacerlo efectivo. Felizmente los asháninkas ya se habían organizado y llegaron 120 de toda la cuenca del Ene para ayudar. Estos solo encontraron cinco personas y los expulsaron”, cuenta los hechos para Mongabay Latam, Irupé Cañari, asesora legal de la Central Asháninka del Río Ene (Care), organización que representa a las comunidades de esta cuenca.

La titulación de las comunidades indígenas es un problema de años. No existe una buena georreferenciación de los territorios. Los planos creados hace años no son exactos y muchas comunidades nativas no están inscritas en registros públicos. Además, la responsabilidad de las titulaciones ha ido cambiando a lo largo del tiempo y hay mucha información que no es clara. En los años noventa existía el Proyecto Especial de Titulación de Tierras (PETT) para la titulación de predios individuales y de las comunidades. En los 2000 se transfirió la competencia al Organismo de Formalización de la Propiedad Informal (Cofopri), que es un organismo del Ministerio de Vivienda. Para finalmente transferirse a Agricultura hace unos pocos años.

“Al gobierno no le interesan las comunidades. Me sorprende por qué no se ha reconocido a las comunidades antes. Tal vez por los intereses de las empresas para extraer madera. El mismo Estado viene vulnerando los derechos de las comunidades nativas. En el caso de Meantari, le hemos dado la razón a la comunidad y hemos procedido a su reconocimiento. Ahora viene la etapa de la titulación. Si todo está saneado, les entregaremos el título para darles tranquilidad”, dijo para Mongabay Latam, Hilario Briceño, Jefe de la Unidad de Comunidades Campesinas y Nativas de la Dirección Regional Agraria de Junín, que además confirmó que en el último año se han titulado 11 comunidades nativas en la región, con la ayuda de La Comisión Nacional para el Desarrollo y Vida sin Drogas (Devida), el organismo del Estado encargado de diseñar y conducir la Estrategia Nacional de Lucha contra las Drogas.

Los asháninkas siempre están precavidos y listos para defenderse ante cualquier intromisión de invasores y narcotraficantes. Quieren vivir en paz y seguir conservando su bosque. Foto: Federico Cisneros.
Los asháninkas siempre están precavidos y listos para defenderse ante cualquier intromisión de invasores y narcotraficantes. Quieren vivir en paz y seguir conservando su bosque. Foto: Federico Cisneros.

Así como en Meantari, los problemas de tierra son comunes en el Ene. Potsoteni, Alto Kamonashyarii y Samaniato, son otras comunidades que están sufriendo por invasiones de colonos que se aprovechan de la desprotección de esta tierra. Por ejemplo, Samaniato, a unas tres horas de Satipo, mantiene un juicio desde 2002 con el señor Óscar Carrera Lázaro por la disputa de unas tierras, que afirma haberlas poseído y luego abandonado debido al conflicto armado y las reclama amparándose en el Decreto 005-91, que autoriza la reposición de las tierras de las personas que fueron afectadas por el terrorismo. En la Dirección Regional de Agricultura confirman que Carrera no tiene claro dónde está su supuesto terreno ni tiene planos ni las coordenadas exactas. Y, como dicen las autoridades, es extraño que le hayan dado posesión de estas tierras por aquellos años.

Las comunidades y las organizaciones indígenas no confían en las autoridades. “Siempre escuchamos promesas. Si no hacemos presión, no salen las cosas. Meantari tiene muchos problemas porque está cerca de la frontera, y están propensos a seguir siendo invadidos por taladores ilegales y por los cultivos de hoja de coca que cada vez los sentimos más, no solo ahí, sino en todo el Ene”, declaró para Mongabay Latam Ángel Pedro Valerio, Presidente de la Care.

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El mundo real
Hace cinco años viajaba en una embarcación por el río Ene, rumbo a la comunidad asháninka de Paveni, en el límite con Cusco, donde todo está repleto de hoja de coca. En el puesto militar no me querían dejar pasar por ser periodista y tuve que ser rescatado por los líderes asháninkas con los que viajaba. En los siguientes cuatro días en la zona, ahí no más del puesto militar, se escuchaban avionetas subir y bajar desde la madrugada, como si fueran mosquitos. También por esos días, curioseando en los alrededores de Paveni, fui echado a gritos por personas de acento andino que salieron de extensas chacras de hoja de coca. ¿Y los militares del puesto de control dónde estaban?

“Está comprobado que hay en nuestras mismas instituciones personal que son extorsionadores, asaltantes, que no tienen moral. ¿Cómo luchamos contra esta mafia que corrompe policías, militares, autoridades, jueces, fiscales, y que mueve millones y millones de dólares?”, comentó con preocupación para Mongabay Latam, el Coronel de la Policía Nacional del Perú, Jhonel Castillo, de la División de maniobras contra el tráfico ilícito de drogas, los Sinchis, que tiene su accionar en el VRAEM.

Del VRAEM se distribuye a Estados Unidos, Europa y Brasil. Y además de las salidas ya conocidas por los puertos de toda la costa de Perú, también salen hacia Bolivia y Brasil, en avionetas que se hacen transparentes. Según el jefe de la Dirección Antidrogas de la Policía Nacional del Perú (Dirandro), Héctor Loayza, en cada vuelo salen aproximadamente 300 kilos de cocaína. “Sacar un kilo por mar les cuesta entre 3000 y 4000 dólares. Por el puente aéreo, son unos 2500 dólares. Es muy rentable”, sentenció Loayza. Este valle es resguardado por 12 000 militares, pero lo que ven los que no son ciegos, es cada vez más preocupante.

La comunidad de Meantari fue desplazada por colonos que quisieron aprovecharse de los vacíos legales y el desconocimiento de los asháninkas. A su regreso, no volvieron a donde estaban inicialmente, sino que prefirieron moverse para buscar más tranquilidad y un nuevo comienzo. Foto: Federico Cisneros.
La comunidad de Meantari fue desplazada por colonos que quisieron aprovecharse de los vacíos legales y el desconocimiento de los asháninkas. A su regreso, no volvieron a donde estaban inicialmente, sino que prefirieron moverse para buscar más tranquilidad y un nuevo comienzo. Foto: Federico Cisneros.

“La erradicación de la hoja de coca acá en el VRAEM ha sido casi nula. Y aquí es donde tenemos a Sendero Luminoso trabajando de la mano con el narcotráfico. Cada año vemos más extensiones de hoja de coca por todos lados”, dijo Castillo, desde la base de los Sinchis en Mazamari, Satipo, que está instalada en la zona desde los años sesenta.

Ante este panorama, las comunidades asháninkas son las que más sufren. Su territorio ancestral se va llenando de indeseables y nadie los protege.

“Las comunidades indígenas están apoyando para neutralizar el accionar del narcotráfico, pero también están aisladas. No tienen los recursos ni la protección suficiente. Por nuestro lado no hay los medios para ir, llegar y dar una ayuda inmediata”, se detiene otra vez Castillo.

Parte de la comitiva de seguridad que nos acompañó en nuestro ingreso a Meantari. Todos exigen al Estado que los ayude a controlar la inseguridad y deforestación en su territorio. "Diles que Meantari existe", repetían constantemente. Foto: Federico Cisneros.
Parte de la comitiva de seguridad que nos acompañó en nuestro ingreso a Meantari. Todos exigen al Estado que los ayude a controlar la inseguridad y deforestación en su territorio. "Diles que Meantari existe", repetían constantemente. Foto: Federico Cisneros.

Mientras caminaba hacia la comunidad de Meantari, cruzando quebradas y trepando colinas, iba acompañado por un grupo de 10 ronderos asháninkas armados todos con escopetas. “No pasa nada, pero uno nunca sabe. Ellos (narcos y terroristas) siempre andan por acá y cada vez vemos más cultivos de coca en los alrededores. También pasa gente transportando droga y no nos sentimos seguros”, me dijo uno de ellos, cuando le pregunté por qué tanta seguridad.

“Esta zona se mueve alrededor del narcotráfico y todos lo saben. Tenemos que cambiar las estrategias para erradicar los cultivos en la zona. Ahí viene nuestra idea de trabajar con las comunidades nativas. Estas no están viciadas porque su cosmovisión no tiene que ver con la coca. Las comunidades indígenas se relacionan con el bosque, es su casa”, declaró para Mongabay Latam, Lorenzo Vallejos, Experto en Asuntos Ambientales para Perú y Ecuador en la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC).

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Controlando los recursos
Para llegar a la comunidad nativa de Caparocia, hay que ir por un camino afirmado por dos horas hasta Puerto Ocopa, donde cogerás un bote que te llevará por otras dos horas en el río Ene, para finalmente caminar entre árboles, subidas y bajadas, durante tres horas más. Esta comunidad, junto con Samaniato, Unión Puerto Asháninka y Paveni, son las únicas en la cuenca del Ene que tienen permiso forestal, una de las pocas actividades con las que los asháninkas pueden ganar dinero. Sin embargo, no cuentan con las capacidades e información necesaria para aprovechar adecuadamente su bosque. El caso de Caparocia es el más evidente. La comunidad tuvo que pagar una multa de 6000 soles por una falta de la empresa maderera con la que trabajaba.

El 1 de octubre de 2015 entró en vigencia la nueva Ley Forestal Nº 29763, con la intención de hacer más transparente el aprovechamiento de los recursos por parte de las comunidades indígenas. La anterior venía causando problemas con ellas, ya que eran multadas muchas veces sin saber por qué. El problema es que, como casi ninguna comunidad tiene la capacidad para hacer su aprovechamiento forestal, pacta con una empresa para que sea ella la que la realice. En la mayoría de casos no se firman contratos, los terceros aprovechan para hacer cosas ilegales, y la multa la pagan las comunidades. Estas eran tan altas que podían llegar hasta los 600 UIT (más de dos millones de soles). Es por ello que, a pedido de las organizaciones indígenas, el Servicio Nacional Forestal y de Fauna Silvestre (Serfor) del Ministerio de Agricultura y Riego, trabajó para crear esta nueva ley.

Serfor y Osinfor se han comprometido en brindar más información a las comunidades indígenas para evitar que sean sorprendidos por empresas madereras que quieran aprovecharse de ellas. Foto: Federico Cisneros.
Serfor y Osinfor se han comprometido en brindar más información a las comunidades indígenas para evitar que sean sorprendidos por empresas madereras que quieran aprovecharse de ellas. Foto: Federico Cisneros.

“La anterior legislación no preveía el asunto de la responsabilidad solidaria. Hoy la nueva ley comprende esta figura. Sin embargo, esto tiene que materializarse con hechos que se puedan evidenciar. Por eso tiene que haber un contrato formal y muchas de ellas no lo tienen. Si no formalizan, ¿cómo nosotros podemos fiscalizar y aplicar la norma?”, dijo para Mongabay Latam, Idelfonzo Riquelme, Director de la Dirección de Supervisión Forestal y de Fauna Silvestre del Organismo de Supervisión de los Recursos Forestales (Osinfor), que también confirma el ablandamiento de las multas. “Hoy en día, se han creado niveles: Leve (de 0.1 a 3 UIT), Grave (3 a 10 UIT) y Muy grave (10 a 5 mil UIT)”. 

Sin embargo, para la abogada Cañari, esta ley no es suficiente, “existe un desequilibrio de poderes. Muchas empresas se aprovechan de la necesidad de las comunidades. Serfor y Osinfor tienen que brindar más información a las comunidades, para evitar las estafas. Como en Caparocia, donde no sabían que la empresa Borka había blanqueado madera en 2015. Recién se enteraron cuando les pusieron la multa”.

Las comunidades indígenas representan más de 12 millones de hectáreas en todo el país y son los principales guardianes de los bosques. “Somos conscientes que el Estado tiene que dar mejor información. El fortalecimiento de capacidades de las comunidades es lento, pero se está haciendo”, dijo para Mongabay Latam, Elmer Medina, Especialista legal en recursos naturales de Serfor.

El jefe de la comunidad de Samaniato, Adolfo Yumiriqui, reafirma lo dicho por Vallejos. Para ellos lo más importante es cuidar su territorio. “Después de lo que vivimos con el terrorismo, decidimos vivir como comunidad para estar más juntos y protegernos. Ha pasado el tiempo, y ahora estamos luchando por proteger nuestro bosque que viene siendo destruido por los colonos invasores y el narcotráfico”.

Una versión ampliada de este reportaje de fue publicada en Mongabay Latam.
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