(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Diego Suárez Bosleman

Ha pasado una década desde la última vez que vimos a Indiana Jones en la gran pantalla. Desde su primera aparición en 1981, este icónico aventurero ha representado el deseo de proteger las grandes reliquias del mundo. ¿Pero está inspirado en algún personaje real? Justin Jacobs, profesor de historia de la American University (EE.UU.), trata de resolver esa incógnita y analizar a las grandes exploraciones en su libro “Indiana Jones en la historia: de Pompeya a la Luna”.

— ¿Existió alguien como Indiana Jones en la vida real?

Técnicamente no. Para el momento en el que el personaje de Indiana Jones supuestamente existió –en 1936–, ya era imposible para los arqueólogos occidentales viajar y tomar reliquias de otras naciones.

— ¿A qué se debió eso?

Después de la Primera Guerra Mundial, más o menos todos los países del mundo prohibieron a los europeos y a los norteamericanos tomar artefactos de otras naciones con el fin de llevarlos a sus museos. Las clases altas de los países comenzaron a identificarse más con su cultura. Tienes que regresar al siglo XIX para encontrar a alguien como Indiana Jones.

— Algún ejemplo...

Se podría decir que el explorador italiano Giovanni Belzoni se acerca al concepto de Indiana Jones real. Este viajó a Egipto alrededor de 1860. Es una de las primeras personas en introducir el arte y la historia egipcia a los europeos, y trató de hacerlo de una forma entretenida. Fue uno de los primeros en comenzar la ‘Egiptomanía’. Belzoni –quien llevó al Museo Británico la cabeza del coloso Memnón y descubrió la tumba del faraón Seti I– popularizó la cacería de tesoros.

— ¿Sin museos no puede existir un Indiana Jones?

Exacto. Si no los tuviese, sería solo un saqueador y no un académico. La noción de exhibir esta clase de tesoros se remonta al siglo XVIII. Karl Jakob Weber, un ingeniero militar que tomó el control de las excavaciones en Pompeya, planteó que las piezas arqueológicas halladas debían mantenerse en su lugar original, en vez de llevarlas al palacio del rey.

— Así como Egipto tuvo a Belzoni, ¿Perú tuvo a Hiram Bingham?

Bingham estaba más interesado en vender una idea romántica de una civilización antigua que en educar a su audiencia. Su objetivo era encontrar la última ciudad inca, que era en ese momento Vilcabamba. Él la descubre pero se da cuenta de que estéticamente no era tan agradable a la vista. Pero en eso se topó con Machu Picchu. Y a pesar de que sabía que esta no era la última ciudad inca, la llamó así, pues se dio cuenta de que era mucho más hermosa y fotogénica que Vilcabamba. Entonces publicó su artículo en “National Geographic”. Tenía 250 fotos y 10.000 palabras.

— ¿Este tipo de exploraciones estaba reservado solo para los estadounidenses y europeos?

Sí. Definitivamente existía la idea de que solo los occidentales podían presentar adecuadamente las maravillas de las civilizaciones antiguas. Por ejemplo, Hiram Bingham no fue la primera persona en descubrir Machu Picchu, pues era conocido por los lugareños. Inclusive hubo alguien que había escrito su nombre en una de las rocas de la ciudadela, el nativo Agustín Lizárraga. Para Bingham fue sumamente importante enterarse de que esta persona no era un blanco estadounidense como él, porque si lo era, sabía que no podía autodenominarse como el descubridor de Machu Picchu.

—En nombre de la ciencia y la cultura se buscó la fama y el prestigio...

En mi libro menciono el caso de la Luna. Lo hago porque este satélite natural fue uno de los últimos ejemplos de exploración, siendo justificada con el pretexto de la ciencia. “Esto es ciencia desinteresada. Solo por el bien de la raza humana”, se decía. Pero la razón por la que fuimos a la Luna fue porque EE.UU. estaba compitiendo con la antigua Unión Soviética. Fue por el prestigio internacional que venía con ser los primeros en investigar una nueva frontera.

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