Lizzy Cantú

 

Pedirle a alguien que sonría puede ser una violenta imposición. Y hacer reír al triste –aunque sea con buenas intenciones– puede ser otra forma de tortura. Gran Bretaña contempla prohibir el óxido de nitrógeno porque, además de provocar carcajadas incontrolables a quienes lo inhalan, puede causar daños en la médula espinal y el sistema nervioso central.

Una colega recuerda con dolor una vez que terminó en el hospital porque, de tanto carcajearse, se lastimó la mandíbula. En el norte de Cerdeña, se acostumbra acompañar el rito funerario con una bufona contratada para hacer reír a los deudos. En latitudes más cercanas, Doña Nelly Gonzales (“Al fondo hay sitio”) cuando se entera de que ganó la lotería. El Guasón, después de todo, es un villano y no un superhéroe. 

La hilaridad con la boca abierta y que muestra los dientes parece un gesto vulgar en un mundo en donde las olas del Mediterráneo devuelven a la orilla el cadáver de un niño ahogado y miles de personas mueren cada día por culpa del hambre, el cáncer o la estupidez y la crueldad de otros seres humanos. Pero si reímos lo suficiente como para que nos falte el aire y nos duela la barriga, entonces la biología ordena que nos invada un torrente de endorfinas. De ahí viene el placer de esas lágrimas. Tanto griegos como romanos tenían dioses risueños: Gelos y Risus, respectivamente eran las deidades de esa exhalación repetida que nos obliga a quedarnos sin aliento, nos desfigura el rostro y nos regala la ilusión de que somos felices. 

Hay tres líneas de “El cuaderno dorado” de la Nobel británica Doris Lessing a las que me gusta regresar cada vez que empiezo a sentir que se me endurecen las comisuras de los labios: «Las niñas ríen. Las viejas ríen. Las mujeres de tu edad no ríen, están condenadamente ocupadas con el serio asunto de vivir», le dice un hombre a su joven amante en esa novela. No hace falta perder la cordura ni la juventud para empezar a reír con todos los dientes. 

 

 

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