Lorena Salmón: "Por ellas, que somos todas"
Lorena Salmón: "Por ellas, que somos todas"
Lorena Salmón

Recibí el Año Nuevo 2001 en Montañita, junto a una de mis amigas más queridas. Nos conocimos en la universidad y nos hicimos inseparables, nos divertimos la vida.

Habíamos planeado el viaje con entusiasmo y la idea era llegar a Montañita por tierra.

Éramos universitarias, soñadoras y misias. Era mi primer viaje con una amiga. Solas las dos, no necesitábamos más compañía. El viaje era por unos días y llegamos en bus hasta Guayaquil para de ahí decidir cómo resolver el resto de la ruta. 

Llegamos a la hipercalurosa y tropical Guayaquil y recuerdo haber salido corriendo de la estación de bus hacia la plaza, pues se iba el último transporte hacia la playa. Llegamos al medio de una carretera desde donde divisabas cuesta abajo un cruce de calles enlodadas rodeadas de restaurantes rústicos. Eso -a primera vista- era Montañita. 

Como era de noche y llovía, nos quedamos en el primer cuarto que encontramos disponible. El precio nos permitía usar el baño en común que se llenaba a balde. Además y gracias a Dios, el cuarto tenía colchones cómodos y tules para protegernos de los mosquitos. De nada más había que protegerse. De hecho, no recuerdo haber cerrado la puerta de ese cuarto con llave. 

La gente era amable, el lugar parecía un pueblo hippie detenido en la mitad de los años 60. Siempre me había fascinado la valentía de los trotamundos, de los desprendidos de la vida que podían adaptarse a cualquier lugar, porque eran felices con poco. Montañita estaba repleto de esa clase de personas. 

Conocimos, además, a unos argentinos simpáticos y hermosos seres de luz, con quienes hicimos amistad inmediata. Ellos ocupaban un espacio que habían convertido en su propio bar: solo había música, chicos, tambores y baile. La gente era puro paz y amor. 

Por eso, ahora que leía la noticia sobre las chicas argentinas que fueron asesinadas en Montañita, no pude evitar sentir una pena inmensa. Pobres jóvenes y pobres familias. 
Marina y María José, como se llamaban, habían salido de Mendoza, Argentina en un viaje de aventuras entre amigas. Un viaje que cualesquiera de nosotras tranquilamente pudo haber hecho. O nuestras hijas, o cualquier conocida.  Un viaje que yo misma hice. 

Las dos universitarias, 21 y 22 años, pertenecían a una organización de ayuda social, de acuerdo a su familia eran amorosas, responsables y además por lo que señalan las personas que llegaron a conocerlas durante su estadía en Ecuador, eran chicas tranquilas que todos los días preparaban ensaladas de frutas y hamburguesas para salir a venderlas. Muchos argentinos que estaban en Montañita y coincidieron con ellas han declarado que no eran unas chicas de fiestas. Y si lo hubiesen sido, ¿qué? 

La prensa conjetura y la versión oficial de los hechos no es aceptada por los familiares. Pero indigna, fastidia y duele la bulla alrededor del caso: que viajaban solas (¿solas cómo? En Ecuador estuvieron Marina y María José, eran dos); que eran mujeres que no debieron irse con dos chicos, que se lo buscaron por exponerse así a situaciones peligrosas. 

Marina y María José fueron chicas valientes, pero no porque quisieron viajar solas a recorrer algunos países cercanos a Argentina, sino porque decidieron ser libres y hacer lo que sus corazones les dictaron: vivir la aventura de la vida. 

Y solo por eso, son unas heroínas.

 

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