Natalia Parodi: La silla vacía
Natalia Parodi: La silla vacía

De niña la muerte me daba mucho miedo. Me parecía una especie de monstruo terrorífico que venía por nosotros, que nos asustaba, nos acorralaba, nos causaba dolor y nos torturaba hasta matarnos. De cualquier modo en que se presentara, abrupta o lentamente, me resultaba violenta. Y la imagen de que ahí, bajo tierra, los gusanos se comerían mi cuerpo y aunque muerta me dolería espantosamente –contradicciones de niña–, mientras el hermetismo del cajón me asfixiaría [temía que por error me enterraran viva], solo convertía el miedo en pánico. Había visto en televisión una película donde una mujer, al intentar huir de la cárcel escondiéndose en el ataúd de un muerto, quedaba enterrada viva. Espeluznante. La muerte para mí era en ese entonces un villano del que necesitaba huir.

Pasan los años y de pronto me doy cuenta de que la muerte deja de ser una fantasía, para volverse verdad. Gente a mi alrededor comienza a morir. La abuelita de mi mejor amiga, el papá de otra amiga, el hermano de alguien querido, la suegra, la mamá, el esposo. Y la muerte ya no es ese lejano cruel personaje que me puede atacar a mí, sino que ya llegó y se comienza a llevar a seres queridos míos y ajenos. Entonces caigo en cuenta de que morir no es una escena vertiginosa como en las películas de terror. Es a veces una lenta batalla contra una enfermedad dolorosa y otras veces un acontecimiento inesperado, pero casi siempre más que gritos o desesperación, deja profunda pena, desconcierto y vacío.

El papá sentado siempre a la cabecera de la mesa de un día para otro ya no está. Nadie se atreve a ocupar su silla vacía. Nadie puede. No corresponde. La casa que habitaba el marido, o la hermana o el hijo, ya no es la misma sin ellos. El control remoto que solía dejar tirado en cualquier parte, el perchero donde colgaba su cartera, el asiento donde se quedaba dormido roncando de forma insoportable, la esquina del piso donde tiraba la ropa en la noche, la luz que olvidaba apagar antes de dormir, su comida favorita en la refrigeradora. De pronto nada se ha movido, ya no hay bulla ni desorden, ni su comida favorita en la refrigeradora. Quedó reemplazada por nada, por su ausencia, por un silencio doloroso. ¿Y en qué momento pasa uno de de decir ‘es importante para mí’ a decir ‘era’? Al inicio es imposible pensar a nuestros muertos en tiempo pasado. Por eso no tocamos sus cosas, no modificamos su cuarto, no nos sentamos en su silla. 

Y entonces la persona que hemos perdido se comienza a convertir en recuerdo. Pasa de ser quien se sienta a mi lado para comenzar a habitar mi mente. Surgen memorias de encuentros, de desencuentros. Escenas graciosas o absurdas. O ese detalle irrelevante que ronda una y otra vez nuestra cabeza, como la imagen de mi abuelo metiendo su cuchara a la olla, a pesar de que no había día en que mi abuela le dijera que por favor no lo hiciera.

Cuando alguien muere, en la misa se dice que lamentamos la triste desaparición de esa persona. Lo he oído varias veces. Pero desde hace un tiempo entendí mejor lo fuerte de esas palabras. La muerte no es ese personaje diabólico que imaginaba en mi infancia, sino la triste ausencia de un ser querido que se esfumó, y cuyo lugar está ahora vacío.

Siento que la muerte no nos llega cuando se nos acaba la vida, sino cuando pasamos al olvido. Por eso me gusta la imagen de que alguien que muere es en realidad alguien que se muda. Que se va de tu lado para irse a vivir dentro de ti. Las palabras, los gestos, los sonidos, el olor, la caricia. Todo podemos evocarlo e imaginar conversaciones con esa persona. Incluso pedirle un consejo: ¿Qué me diría si le contara esto que estoy pasando? Entonces cerrar los ojos y reconectarnos con ese ser querido a través de un diálogo imaginario, e intuir la respuesta que esa persona nos daría.

Todavía no soy tan desapegada como para decir que agradeceré o abrazaré la muerte con humildad cuando me llegue o cuando se abalance sobre mis seres más queridos. Pero estoy acercándome a entender que no puedo controlar el futuro ni la naturaleza, y que la mejor manera de honrar la silla vacía es cediéndole el asiento a su recuerdo dentro de mi corazón.

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