Testimonio: experiencias positivas asociadas al uso de turbante
Testimonio: experiencias positivas asociadas al uso de turbante


Recibir un diagnóstico de cáncer significaba, hace más de diez años, preocuparse de compartir la noticia con nuestros familiares más cercanos, buscar al oncólogo y radiólogo responsables del tratamiento,  activar el seguro de salud y, sobre todo, crear lazos de confianza con todos ellos y con quienes se convertirían en actores de este nuevo proyecto de vida.

Pero ser diagnosticada de cáncer en la era de Internet implica, además, tener que decidir entre publicarlo en nuestro muro del Facebook o conservar la noticia en la esfera cada vez más reducida de lo privado y personal. Incluso al elegir la segunda opción, esta se esfuma cuando aparecen los primeros indicios del tratamiento. La caída del cabello -según el tipo de quimioterapia que recibamos- es quizá el más notorio. Fuera de esta columna anónima, yo he optado por mantener la noticia reservada. No me gustaría de otro modo.

Es cuando empezamos a perder el pelo que lo íntimo irrumpe el espacio de lo público. El uso del turbante o de la peluca nos delata. Es un signo que -como dice un amigo lingüista- despierta en nuestra sociedad un estado conmiseración. Una paciente que pierde el pelo despierta un estado de fatalidad y no es vista como ejemplo de recuperación.

Hay miradas que intimidan, especialmente a los más pequeños de la casa, al punto de rechazar esa tela envolvente que cubre nuestra cabeza. En el caso de los pacientes varones -me indica un oncólogo- al perder el pelo también pierden la confianza de posibles empleadores, de jefes o de contactos de negocios pues dan la impresión de que serán incapaces de cumplir con nuevos desafíos.

Lo que hace más difícil esta situación es que no solo es la mirada del otro la que nos atemoriza sino nuestra propia observación interior. Nos sentimos menos atractivas física y sexualmente y ello influye –en unos más que en otros– en la manera cómo nos relacionamos con los demás. Una encuesta internacional entre pacientes con cáncer revela –por citar un ejemplo- que un 47% de veintisiete alemanas entrevistadas opinaban que más traumático que la propia extirpación de la mama era la caída del cabello como consecuencia de la quimioterapia*.

Quizá, quien más sufre en esta etapa es nuestra autoestima. Por eso el turbante, los pañuelos y otros elementos decorativos son elementos asociados a una experiencia y cada experiencia está concatenada con otra anterior. Son pequeñas grandes historias que vemos evocadas en cada una de ellas. Una amiga me contaba que su hermana –adulta– tuvo que raparse el pelo porque la mamá de ambas -como muchas mujeres- no tenía el valor de hacerlo. Ese ejemplo fue suficiente para que su mamá le dijera “Si tú, estando sana, lo has hecho ¿por qué yo no?”.  

El Dr. Raúl Velarde, oncólogo y director de la Liga Contra el Cáncer, me explica que la quimioterapia actúa atacando las células de crecimiento rápido, como las del cabello, pero que no ocurre lo mismo con los vellos de la axila ni del pubis porque su crecimiento es lento. Nos recuerda él que de cada veinte personas con la enfermedad en estado inicial, entre dieciocho y diecinueve pueden curarse, pero que a medida que el estadio avanza el tratamiento es más complejo. De ahí la importancia de la detección temprana. Y de aceptar el tratamiento, aunque el pelo se caiga. Después nos volverá a crecer y quizás más voluminoso y brillante que antes.

Una persona que ha sobrevivido al cáncer mira y enfrenta la vida desde otra perspectiva. Incluso con sentido del humor porque reconocen que convirtieron en oportunidad una amenaza.  

Como les contaba en la primera entrega de esta serie, vuelvo a padecer esta enfermedad después de dieciocho años. Así como aquella vez me atemoricé cuando se me enredaban entre los dedos de la mano las matas de pelo, también recuerdo la voz firme pero amorosa que en aquella ocasión dijo “vamos a comprar tu peluca”. Hoy, que la historia se repite, lo tomo deportivamente. Ahora sé que el pelo se cae y vuelve a crecer. Las pelucas que uso ahora son las que vestía cuando tenía treinta y siete años. Ya no son un extraño sucedáneo para mi cabellera, ahora son antiguas compañeras de batalla. Están impregnadas de historias y experiencias compartidas. 
 

Por: Bomba de Cobalto (bombadecobalto@gmail.com)

 

 

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