Verónica Linares: "¿Y si nos dejan en paz?"
Verónica Linares: "¿Y si nos dejan en paz?"
Verónica Linares

Son las ocho de la noche y debo enfrentar el tráfico de Lima para llegar a casa. Dieciséis horas después de haber empezado el día, sigo con la adrenalina del programa de cable y aún no siento cansancio. Pero luego de una procesión de autos de 40 minutos comienzo a bostezar sin parar. 

Las fuerzas me abandonan cuando veo el reloj y calculo cuánto falta para estar en pijama en mi cama: antes debo pasar por la farmacia y el supermercado para unas compras y trato de no ponerme histérica haciendo ejercicios de respiración. Me estaciono en la puerta de mi edificio a las diez de la noche. Con lentitud me dirijo a la maletera para sacar las cinco bolsas con las compras, mi cartera, la laptop y mi set de maquillaje. Asegurar el auto con todo a cuestas es un verdadero acto de malabarismo.
Entonces escucho que alguien hace el sonido de un beso volado. No era un padre expresando su amor. Eran esos besos largos, pronunciados y mañosos. Era lo único que me faltaba para terminar un día pesado: un acosador en la puerta de mi casa.
Me hice la desentendida y, aunque molesta, seguí en lo mío. Creí que si lo insultaba o lo mandaba al diablo, se reiría en mi cara y le respondería y tal vez seguiría haciendo gestos, con las manos o la lengua. Y me alteraría peor. Así que preferí dejar que siga y que se largue de mi vista. 

No sé qué esperan estos tipos cuando hacen eso. ¿Que vamos a voltear y con una sonrisa agradecerles el “piropo”? ¿Que iremos corriendo a sus brazos? No entiendo. Solo se me ocurre que quieren sentirse machos a costa nuestra. Es un maltrato, una invasión a nuestra privacidad. Es como si estuvieras caminando contento a jugar fulbito o cansado después del trabajo y solo quieres llegar a tu casa a ver Netflix y de pronto alguien y te agarre a golpes -de la nada- porque le dio la gana.

En el espacio de trabajo es más raro que suceda algo así, pero alguna vez un tipo nuevo en el canal me estuvo molestando. Hasta que tuve oportunidad de cuadrarlo: una vez me vio en minifalda, con tacos y medias de deporte, (así soluciono el frío del aire acondicionado). La cosa es que me preguntó: “¿Y la sensualidad?”. Yo aproveché en aclararle que yo voy a trabajar no a ser sensual. Sazoné la respuesta con un par de lisuras y fue suficiente.  

Creo que, ante el abuso, el acoso y la intimidación no debemos quedarnos calladas. Si algo nos molesta, hay que decirlo sin vergüenza. Y si insisten, tomar medidas más drásticas hasta hacerlos entender. 

Hace unos días, un amigo me contó, inocente, que le gustaba molestar a la chica nueva de la cafetería. Que cada vez que la veía pasar le lanzaba ese ceceo horroroso, como si se estuviera desinflando y ella corría a la oficina del costado a dejar rapidito el pedido.  Hasta que un día apareció en su lugar un joven al que mi amigo preguntó qué había pasado con la chica. El muchacho dijo no entender. Mi amigo entró en detalles: “La chica con buen queque, pues”. Y con las manos hizo curvas simulando un trasero. El muchacho le repreguntó si se refería a su hermana. El boca suelta pidió un sánguche de huevo frito. El siguiente pedido de la cafetería  lo llevó -otra vez- la guapa jovencita pero con una sonrisa socarrona en los labios. Da igual si aquel joven era su hermano o no, pero alguien tenía que ponerle el alto. 

Mi amigo dice que sintió mucha vergüenza. ¡Vaya! Esa sensación no es ni una pizca de malestar que nos generan al lanzar un silbido. ¿Por qué mejor no van a contarse los vellos del pecho o a afeitarse la barba con una navaja a ver si así logran saciar sus ansias de sentirse alfas totales y nos dejan en paz?

 

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