Verónica Linares: "Tres años"
Verónica Linares: "Tres años"
Verónica Linares

Muchas veces me han preguntado cómo hago para no quebrarme frente a cámaras cuando tengo que informar sobre alguna desgracia. Hasta hace unos años respondía con cierto fastidio, pues me parecía que era una pregunta obvia. Para comparar ponía de ejemplo a los doctores: ¿qué cara pondrían sus pacientes si ellos lloraran al dar un diagnóstico terrible? 

Mi explicación iba acompañada de cierto tono sarcástico y remarcando la frase «poco profesional».  Sin embargo, de un tiempo para acá si una mala noticia está relacionada  a un niño siento que me resulta difícil manejar la situación. Uno siempre se indigna cuando un niño sufre, pero ahora me es más doloroso.

Si transmitimos en vivo desde el velorio de un pequeño que se ahogó en una acequia cuando intentaba jugar con un barquito de papel o si entrevistamos a unos padres que lloran porque su hijo murió atropellado al hacer carreritas de autos cerca de una pista o cuando desde la puerta de la morgue un padre pide ayuda económica para enterrar a su hijo que cayó desde el quinto piso de un edificio, cuando se apoyó en una ventana abierta, tengo que bajar los ojos hacia mi laptop. Intento pensar en otra cosa, me hago la loca y miro al vacío. No quiero que se noten mis ganas de llorar. 

Desde hace tres años el rostro de mi hijo se asoma en cada una de estas escenas. Y no puedo dejar de imaginar -en ese momento-  lo miserable que sería mi vida sin él. 

Desde hace tres años me siento más emotiva. Cuando un niño se acerca a la ventana de mi carro a las once de la noche  pidiendo una limosna, pienso en lo que le podría pasar por estar en la calle a esa hora, con tanto violador o borracho dando vueltas. Me angustia ver a una madre cargando a su hija de meses en la puerta del canal pidiendo entre lágrimas ayuda porque un banco le quitará su casa a causa de un préstamo que no pagó, debido a un negocio que jamás funcionó. Y mientras me cuenta se exalta y grita sin importar que cada vez está meciendo más rápido a su niña y la hace llorar. 

Fabio ha logrado destruir mis muros de protección. Se trajo abajo, por ejemplo, mis estrategias para afrontar los problemas: al toro por las astas. Hoy le doy veinte vueltas a las cosas hasta encontrar lo que más se acomode a él. Tenía una especie de dogma que me hacía sentir fuerte y capaz de poder aguantarlo todo. Hoy soy diferente.

Jamás se me hubiera ocurrido afirmar que «los hijos te cambian la vida» porque en mi mundo -supuestamente ideal e inexpugnable- se criticaban con dureza las frases cliché edulcoradas y compuestas por lugares comunes. 

Qué tonta era, es obvio que los hijos cambian el orden de las cosas. Si hasta cambiarte de peinado te puede cambiar la vida, cómo no un hijo. Pero me creía autosuficiente.

Hoy el momento más bello del día es cuando este pequeñín me acaricia la cara, mientras me recuerda que me quiere mucho y luego abraza mi cuello muy fuerte. Y entonces me derrito y nada importa: ni el cansancio de las levantadas de madrugada o la preocupación de tener que salir a recoger mi ropa del canje para el trabajo o tener que escuchar al presidente de la República declarando frente a un fiscal. Al diablo con todo, solo quiero estar con él y punto.

Gracias, Fabio, por hacerme vulnerable y quitarme el miedo de serlo. Por hacerme entender cuáles son las prioridades de mi vida. Por acercarme a la parte más sensible de mi ser. Por enseñarme a no pensar en el qué dirán cuando se trata de ti. Gracias porque lograste desterrar por completo el temor que tenía  de ser madre

 

Contenido Sugerido

Contenido GEC