RUDY JORDÁN ESPEJO

Dicen que en el mar del norte una melodiosa música emerge de las profundidades del océano. Dicen los pescadores y marineros que gigantescos cetáceos perforan el agua y aletean y hacen tirabuzones en el aire en circenses piruetas. Dicen que por las azuladas bahías de Piura, en Punta Veleros, 6000 ballenas jorobadas retozan cada año en la costa.

UNA AVENTURA EN EL PACÍFICO Pese a que las hembras pueden medir hasta 17 metros y pesar 40 toneladas, toparse una ballena jorobada en medio del Océano Pacífico es “como encontrar una aguja en un pajar”, asegura la especialista en ecoturismo Belén Alcorta. Sin embargo, le devuelve la esperanza al grupo de viajeros de turno cuando asegura que en esta temporada de avistamientos –que comenzó a fines de julio y termina en octubre–, solo un día se quedaron sin verlas.

Apenas terminó la carrera, Belén escapó de la ciudad para ir tras las ballenas y la calmada vida marina en el norte. Pero no fue sola: el biólogo Sebastián Silva Buse –su cómplice y esposo– pensaba igualito que ella, así que se enrumbaron juntos en la aventura y formaron algo así como una pareja ideal.

Hoy ambos dirigen Pacífico Adventures, una bien equipada empresa de ecoturismo que cuenta con tres cómodas embarcaciones, motores ecológicos de cuatro tiempos y binoculares profesionales. Esta firma ofrece seis atractivos tours, entre los cuales destaca la prometedora experiencia de ver ballenas jorobabas, las únicas del mundo que saltan, cantan y se acercan a la costa.

“Pueden aparecer en cualquier momento y en cualquier lugar”, dice la bióloga marina Fiorella Sánchez-Salazar. Azuzados por la advertencia de la guía, los tripulantes que van tras las ballenas abren los ojos como faros y arrojan en el mar la modorra de las seis de la mañana. La lancha se interna a pique hasta siete millas de la costa, mientras los rayos del sol colorean las olas de dorado.

CANTO DE BALLENAS Luego de sortear algunos botes y dejar atrás una abandonada plataforma petrolera ahora habitada por especies de mar (lobos marinos, el piquero de patas azules y pelícanos) que utilizan la estructura metálica como un posadero artificial, el rabioso motor se apaga y la lancha se estaciona en medio del mar.

Así dispuestos, como un punto blanco en un desierto azul, el silencio oceánico solo es roto por el seco y bamboleante golpe de las olas contra la cubierta; o el errado avistamiento de algún bromista miope –“¡Allí están, allí están!”– que es merecidamente abucheado por el resto de navegantes.

“Mejor miren la línea entre el mar y el horizonte, así no se marean y tienen más chances de verlas”, nos aconseja Fiorella. Con el tip y otros interesantes datos sobre las ballenas jorobadas –que vienen al mar de Piura en búsqueda de calor para sus ballenatos (ballenas bebés), a las que les dicen jorobadas por la curvada forma de su aleta dorsal, y cuya parte ventral debajo de la cola es irrepetible como una huella digital– la expectativa de escuchar un “splash”, un aletazo o ver un chorro de agua disparándose al aire, se mantenía intacta.

No obstante, los minutos se alargaban con el silencio y la ilusión de ver a la portentosa Megaptera novaeanglia empezaba a evaporarse. Para impedirlo, Belén toma un hidrófono capaz de captar los sonidos marinos a miles de kilómetros y lo sumerge en las aguas que, ahora calmadas, parecen guardar un secreto bajo su frágil cristal.

Finalmente, el mar rompe su misterio y “Uuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuu” ¡Son ballenas!, exclama (segurísima) Fiorella.

DE ESPÍAS A ESPIADOS Ver saltar, contornearse y caer una ballena jorobada sobre el agua es como que frente a nosotros se desplome un edificio y rompa el mar en pedacitos blancos. Y no fue una, menos dos, ¡fueron tres ballenas! que viajaban en conjunto –como suelen hacer las de su especie– y nos deleitan con un alucinante espectáculo de piruetas y sonidos.

“¡El mar peruano es lo máximo!”, grita Belén como una niña que ha recibido por primera vez un regalo en Navidad. Mientras regresamos a la orilla, empapados y felices, una madre ballena y su imponente ballenato retozan en la orilla. Sin perder de vista a su cría, la madre nos espía y nos lanza una mirada tranquila. Ahora es la ballena quien nos está mirando.

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