Verónica Linares: Arena y Sol
Verónica Linares: Arena y Sol



Paola me explicaba no sé qué sobre un trámite notarial que estaba haciendo y, aunque intentaba concentrarme en su monólogo, el color rojizo de sus pómulos me distraía. Me preguntaba si acaso era una reacción alérgica a la nueva crema antiarrugas que está usando o tal vez almorzó mariscos, pero luego de unos segundos reconocí esas típicas pecas marrones sobre una piel insolada.

Entonces, tuve un flashback y retrocedí a mis veranos de los 90 cuando andaba en la orilla del mar –como perro vagabundo– sin protección solar. Cómo disfrutábamos vernos chaposas y con la nariz de Rodolfo, el reno, luego de un día de playa. Nos pelábamos y corríamos otra vez a sancocharnos la cara bajo el sol. Nos sentíamos regias, súper ‘in’, pero ahora, en pleno siglo XXI, y con toda la información sobre los huecos en la capa de ozono y el cáncer de piel, estar con insolación es sinónimo de ignorancia. Así es que interrumpí a Paola y le llamé la atención.

No hay excusas para dejar de ponerse bloqueador en la cara todos los días, sobre todo quienes tenemos más de 30 años de edad, porque en nuestra niñez y adolescencia no estaba extendido el uso de protección solar y, aunque no lo crean, nuestra piel recuerda perfectamente esas achicharradas de los 90, tiene memoria. Ese núcleo de células que se dañó hace décadas,y de manera irreparable, no tiene cómo protegerse ante la radiación solar de hoy.

El fin de semana pasado invité a unos amigos del colegio a mi departamento para hacer una parrillada. Mary, la más playera del grupo, sorprendió a todos ubicándose debajo de la sombrilla que cubría parte de la mesa. Conforme pasaban las horas  la sombra cambiaba de lugar y Mary arrimaba su silla. “¿Ya no te gusta el sol?”, le pregunté burlona. “Tengo cáncer en la cara”, dijo relajada como si se tratara de un resfrío. Todos enmudecimos.

Hace un año Mary fue a una dermatóloga por un tema estético–para iniciar un tratamiento contra las manchas en el rostro– y pidió que le revisen una heridita que tenía entre la nariz y el lagrimal del ojo derecho. Ella pensaba que era algo que se había hecho con sus lentes oscuros y que, por el agua de la piscina o el mar, no cicatrizaba. Le hicieron un raspado y, a los pocos días, le confirmaron que era cáncer de piel.

Desde que Mary me contó lo que le pasó, no dejo de verme todo el día un puntito rojo que tengo en el pómulo izquierdo de la cara. Ya no recuerdo si apareció hace cuatro o seis meses. La cosmiatra que me hace limpieza facial dice que parece una cabeza de vena, pero que debería ir al dermatólogo y, de paso, tratarme las pecas de la cara. No sé si ahora estoy más o menos animada a ir al doctor.  

Mary y yo hemos estado miles de veces en la playa con el objetivo de ponernos “negras azabaches”. Ella nunca se separaba de la toalla, así estuviera chorreando de sudor, prefería aprovechar cada rayo de sol antes que zambullirse en el mar. Obviamente, no usábamos bloqueador. Al contrario, nos echábamos el bronceador de moda, el de tapa más oscura.

Recién ahora sé que estar bronceada no es natural, no es divertido, no es regio. Que estar bronce es como estar con fiebre. Que la piel se pigmenta para protegerse hasta que llega un momento en el que no puede más.Los especialistas dicen que si has tenido por lo menos tres insolaciones en tu vida, estas más propensa a desarrollar un cáncer de piel.¿Cuántas veces te has puesto rodajas de tomates o pepinos en la piel para refrescarte el ardor?

El cáncer de piel sí se puede prevenir, así que la próxima vez que alguien me diga: “Linares, por qué tan cruda” o “Vero, ya estamos en verano qué pasó con la playa”, les responderé que si no les gusta lo que ven, entonces no lo miren.

 

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