Han pasado 16 años y aún le cuesta creer que ese conductor de taxi que tuvo a pocos metros, tuvo el descaro de bajar a una cachorra del auto y abandonarla en plena calle.
Gema Del Águila apenas tenía manos para aguantar a los 5 perros que paseaba en ese momento. Y pese a las advertencias de su esposo de no recoger ni un animal más, ella igual se las arregló para ayudar a esta perrita en celo tan desorientada como hambrienta.
“Todos los días pasaba frente a mi casa y una vecina me dijo que ya la habían cubierto 4 perros. No pude más, la llevé a esterilizar y la escondí al fondo de mi jardín, pero un día tuve que devolverla a la calle. De pronto un domingo que amaneció lloviendo, entré a mi cocina y ahí estaba ella, y mi esposo al lado diciendo ‘Es la última que recogemos’. Y así fue que Lady se quedó”, recuerda Gema mientras Leidy, anciana pero entera, le mueve la cola.
La señora de los perros
Irónicamente las historias de adopción de Gema empiezan con ella misma repitiendose “Perro, ni hablar”. Cuando su hijo David Rivera tenía 7 años de edad, un día llegó a casa con un perrito negro muy enfermo que recogió regresando del colegio. En esa época vivían en un departamento de 45 metros cuadrados en el Centro de Lima y pese a que el espacio fue uno de los motivos para no adoptarlo, ello aceptó ayudarlo.
“Por insistencia de David, buscamos a un veterinario que había en el 1er piso. Entre ellos dos, lo curaron y se encargaron de conseguirle casa”, comenta Gema.
Diez años después cayó otra sorpresa con 4 patas. Su hija Zoyla jugaba en casa con sus amigas cuando de pronto Gema sintió un silencio sospechoso.
“Las encontré jugando con mis sábanas recién planchadas y de pronto asomó una cabecita peluda. Dije ‘no, de ninguna manera’, pero salió mi esposo y dijo ‘ay qué linda, se queda’, y Pelusa se quedó”, cuenta entre risas.
Luego se mudaron a San Miguel y la familia solo siguió creciendo.
“Supimos que habían 4 perros que vivían en una parroquia cercana, pero el cura no los quería. Apenas les daba de comer y los tenía en un arenal, así que los fines de semana íbamos y les tirábamos bolsas con comida y agua porque los pobres aullaban de hambre”, comenta David.
Gema, quien a estas alturas ya se había ganado el apodo de ‘la señora de los perros’, se encoge cuando recuerda el abuso que vio contra esos perros.
“Los tiraba a la playa, pero ellos volvían. Un día los encontré temprano en mi patio, estaban tan delgaditos que se pasaron la reja. Entre ellos estaba la Pitufita, una perrita a la que los chicos del colegio le prendían fuegos artificiales en el cuello”, dice Gema.
Con los años la jauría de esta familia -que también incluyó gatos en algún momento- se fue reduciendo. Hoy solo quedan Lady y Mau, un macho de 10 años de edad que David adoptó y que hoy vive entre la casa de sus hijos y la de su madre, pese a que hoy ha vuelto a un departamento, donde puede faltar espacio, pero sobra amor.
“Nunca pagaría por un perro pues ya sabemos lo que pasa en los mercados y en los criaderos de animales; los reproducen sin parar y cuando el perro ya no les sirve, se deshacen de ellos quién sabe cómo”, señala David, quien prefiere ver a las mascotas libres de razas y etiquetas.
“¿Qué tanto con comprar un perro de raza? Un perro es un perro, y un perro recogido es tan paja como cualquier otro perro”, agrega David.
Su hermana Zoyla asiente y agrega:
“Todas estas experiencias te llevan a confirmar que a este mundo le falta amor y a entender que, finalmente, la forma en que te relacionas con los animales es tal como te relacionas contigo mismo”.