No hay muchas respuestas ciertas en estos días. El piloto automático sugiere respirar y seguir adelante. La cuarentena reveló a un vecino ilustre de La Aurora, el escritor Alonso Cueto. Lo vi durante semanas sentado en la banca de un parque acompañado por su perro y una tangible tranquilidad. Era inevitable preguntarle en qué ha estado pensando en estos largos meses de pandemia.
—Star Trek se ha degradado. Ahora el barrio es la última frontera.
La Aurora y San Antonio han sido los barrios de toda mi vida y Miraflores es una de mis pequeñas patrias. Pero también lo es porque sé que en el centro de Miraflores uno puede encontrar gente que viene de todas las partes del Perú. Sin embargo, tengo otras pequeñas patrias en el Perú, entre ellas el Centro de Lima, al que siempre vuelvo con devoción. También la zona de Monterrey en Áncash, la Plaza de Armas de Ayacucho, el mercado de Huancayo, la villa de Yarinacocha, las casas de Trujillo, las costas de Piura y otros lugares. Uno no ama a un país, sino a algunos barrios, las plazas, los parques, las calles que conoce bien, y donde fue feliz, los lugares que uno descubrió con los padres y donde aún resuenan algunas voces perdidas.
—En este barrio ahora resuenan ambulancias mientras la gente pide ivermectina en la farmacia. ¿Cómo no dejarse ganar por la incertidumbre?
Tengo 66 años y he visto las grandes transformaciones, y también veo y oigo las alarmas de estos meses. La ansiedad de un distrito va en proporción directa a la cantidad de sirenas de sus autos. Pero también creo que depende de nosotros mismos que el ruido y la ansiedad de hoy puedan dar lugar a la paciencia y la esperanza, que son las virtudes cardinales de una persona en tiempos de pandemia. Es un proceso interior por el que tiene que pasar cada uno. No pienso que necesariamente todo tiempo pasado fue mejor y que estamos condenados a un futuro desastroso. Dependerá de todos nosotros.
—Se nota en tu literatura que eres un gran oidor. ¿Qué oyes en estos días?
Ayer escuché a una pareja en una banca. Él le decía que ella debía rechazar a sus padres y fugarse con él. Después de un rato, ella aceptó. Iban a aprovechar el último día de autorización de viajes interprovinciales. Les deseé buena suerte en silencio. Hace poco escuché otra historia en un café. Dos mujeres planeando irse a vacunar a Estados Unidos y luego volver a sus casas de playa en el sur. Daban vergüenza, y así se los dije en silencio.
—Sentarse un rato a ver un árbol ha adquirido un nuevo valor.
Siempre he tenido debilidad por los árboles como un ejemplo por seguir en nuestras vidas. Todos los árboles son distintos, aun en la misma familia, y cada uno tiene una narrativa propia. Hay algunos de grandes ramas que se disparan al cielo juntos y otros que se despliegan con la gracia de una bailarina inmóvil. Siempre he pensado que en cada uno hay una pregunta inacabada. Los árboles conjugan la potencia con la delicadeza. Van al cielo, pero hunden sus raíces en la tierra. Tienen un tronco fuerte y también ramas y flores. Resisten al viento, pero se mecen y bailan con él. Se comunican entre ellos y se alertan cuando hay una amenaza cerca, como quedó demostrado en La vida secreta de los árboles, de Peter Wohlleben. Y viven muchos años. Creo que la mejor lección de esta pandemia puede ser la de ver ejemplos de vida cerca de nosotros. Darte cuenta del árbol más cerca de tu casa, si tienes el lujo de tenerlo, y poder mirarlo; eso es un privilegio.
—¿La casa es el búnker del hombre?
Si, es el búnker de hombres y mujeres, y no está libre de amenazas. Hace poco hacía ejercicios para la espalda echado en el suelo y le dije a mi hijo que el mayor error podía ser ponerse de pie. Uno debía vivir en el suelo para siempre, a veces es una tentación. Alzar la cabeza puede ser un peligro. Hoy la casa es un refugio, pero si tenemos algún accidente doméstico que requiere atención de emergencia, lo pensamos dos veces antes de ir a un hospital o clínica. Tenemos que vivir sin accidentes, pensando en dominar el azar. Pero todos esos problemas son nada frente a la idea del contagio. Por eso las casas no son hogares, sino fortalezas.
—Tu perro Almendra es una adulta mayor. Hay una camada de mascotas pandemia que han sido el refugio emocional en confinamiento. ¿Qué sabe un perro que nosotros no sepamos?
Los perros viven en el presente y además hay algo de una eternidad en ellos. Un perro te recuerda lo esencial de la vida: quiere alimento, un lugar donde estar, y mucho cariño. Eso es lo esencial de la vida, de cualquier vida. En ese sentido, tener una mascota nos recuerda quiénes somos. Todo lo que hemos construido por encima de esas funciones principales depende de ellas. Los perros como Almendra nos recuerdan y nos renuevan.
—¿En qué se ha convertido el futuro?
El futuro está anulado. No tenemos idea del futuro. Vivimos en el día a día. Nuestro futuro es en unas horas o mañana. Creo que tenemos que agradecer poder acostarnos y despertarnos todos los días sin síntomas del virus. Pero no lo sabemos. El próximo año parece muy lejano. Hay que agradecer estar aquí, y que hayamos llegado al domingo y que estemos en casa. La rutina de la que nos quejábamos antes es ahora un paraíso perdido. La pandemia ha traído la verdad a nuestras manos.
—Has escrito que la ciencia ocupa ahora el espacio reservado a la religión.
Cada época tiene sus dioses, de acuerdo con sus necesidades. Durante la Edad Media, los clérigos y teólogos fueron los intérpretes de la vida y de la muerte. Hasta hace poco, los economistas eran quienes indicaban el futuro, como unos magos que la sociedad mimaba. Ahora son los médicos. Todos dependemos de sus consejos, y predicciones. Son nuestros dioses personales y colectivos. Y nos han dado ejemplos memorables.
—¿Qué función le toca a la religión en una situación así?
Creo que mucha. La religión nos ayuda a pensar en la idea del prójimo. Esta es una idea revolucionaria en los orígenes del cristianismo, cuando las jerarquías del poder estaban tan marcadas. Lo sigue siendo. Es una idea que se aplica a la democracia. La frase “Ama a tu prójimo como a ti mismo” es la base de una religión aplicada a la convivencia social. Podría ser el artículo único de la Constitución si se entendiera bien (lo que es naturalmente imposible). Con un programa económico que piense en el prójimo, el futuro de los gobiernos sería distinto. Pero esta idea nunca debe ser malentendida en fórmulas baratas e inmediatistas, que es lo que pasa con todas las iniciativas populistas del Congreso actual.
—¿Eres creyente?
Vengo de una familia muy creyente. Siempre he visto a los sacerdotes como amigos y consejeros. Hoy no tengo una convicción religiosa, pero a veces sí pienso que tengo una vivencia religiosa, ligada a la confianza o a la esperanza de un Dios. Cada vez que pienso en este tema, recuerdo la frase de Machado: “Quien habla solo espera hablar a Dios un día”.
—Una crisis se remonta bajo la guía de líderes. ¿Ves alguno?
Ese es el gran problema de nuestro tiempo. No hay líderes, sino caudillos como Bolsonaro o Maduro o Trump. Los líderes del mundo como Adenauer o De Gaulle han desaparecido. Una de las últimas que quedaban, que es Angela Merkel, acaba de despedirse. Ese es uno de los problemas de fondo que veo también en el Perú. Uno puede pensar que vivimos en una época que no necesita líderes y que responde a movimientos espontáneos de la comunidad, pero esos movimientos no bastan para sostener la marcha de una sociedad.
—Cuando no hay líderes, ¿qué se hace?
Lo que tenemos ahora es una gran cantidad de partidos y de pequeños jefes distintos. Solo podemos esperar que esa dispersión evolucione en acuerdos y asociaciones. También hay que decir que en las elecciones del año 85 y en las del 95 teníamos líderes en apariencia masivos que luego llevaron a gobiernos corruptos e ineficientes. Creo que el momento es el de tratar de encontrar una base común, donde haya diálogos y sentido de los objetivos comunes. Las próximas elecciones serán fragmentadas, pero al menos no tendremos a una lideresa como Keiko interesada en hipotecar la política a su venganza, con una enorme mayoría del Congreso a su disposición. Solo nos salvaremos si es posible encontrar vínculos en busca de intereses nacionales comunes en los diferentes grupos políticos. Sería algo totalmente novedoso en la historia peruana. Una de las razones que me animan es que ha habido siempre y hay corrupción, pero que nunca se ha castigado como ahora. Lo mismo puede decirse del racismo y la discriminación. No sé cuál será el futuro del Perú y del mundo, pero no hay que descartar que sea mejor, aunque por ahora no parezca.
—¿Cómo recordaremos estos tiempos? ¿Nos habrán hechos mejores?
Después de esto, una gran mayoría de privilegiados se volverán locos en fiestas, reuniones, viajes y demás actividades compensatorias. Pero creo que alguna huella quedará en algunos, por ejemplo la conciencia de que hemos sobrevivido de milagro. No sé si valoraremos más la vida, pero espero que sea así. Me gusta la idea de que tenemos que reinventarnos una nueva vida, reducidos a un tiempo y a un espacio más pequeños y propios. El virus nos ha obligado a buscar una guarida y esperar allí dentro a que pasen las olas. Nuestra casa es un escondite. Y si sobrevivimos hoy, pensamos que podremos sobrevivir mañana. Pero no sabemos lo que pasará después. Solo que intentaremos seguir sobreviviendo junto a los que amamos. El virus nos ha enseñado a amar a quienes no sabíamos que amábamos.
—Dictas clases por Zoom. Hay romances por Zoom, hay gente que vive en Zoom.
El Zoom es como una sesión de espiritismo. Gente a la que no has visto en mucho tiempo, de la que no sabías, de pronto aparece como por arte de magia. Todos resucitan del pasado en que los vimos por última vez. La tecnología nos hace sentir que la lámpara de Aladino es posible. Sin el Zoom todo se hubiera detenido. Hay que agradecer a la ciencia y a la tecnología, que es su aplicación. Quiero mucho a mis alumnos, a los que nunca he visto, salvo en la pantalla.
—Para algunos, atrincherarse en una casa de playa es la mejor anestesia para pasar la tormenta. Para otros, la solidaridad es una manera de darle sentido a esta barbaridad.
Entiendo que cada persona se cuide y se aleje, pero también creo que la solidaridad no es una dádiva. Un acto solidario, de ayuda a alguien, es en cierto modo un acto egoísta porque nos va a ayudar a todos a vivir en un mundo más armónico. Si queremos tener un futuro, será porque nos pertenecerá a todos. El aislamiento es una ficción. Nadie se puede aislar porque nuestra naturaleza es la de depender siempre de los demás.
—Tú has estado clínicamente muerto en dos oportunidades. ¿Eso ayuda?
Mis relaciones con la muerte son antiguas y han sido provechosas. En una ocasión, cuando estaba en el colegio, tenía un pasaje para un vuelo que me regaló un amigo. Llamé a mi madre y no me dio permiso para hacer el viaje. Ella me diría después que no sabía por qué me dijo que no. Tres días después, el avión se estrelló y murieron todos los pasajeros. En otra ocasión, mientras corría en Chaclacayo, sordo a lo que pasaba a mi alrededor, me detuve de pronto frente a un tren en marcha, que casi me da en la cara. Esta última vez, en una clínica, todo fue más lento y prolongado. En algún momento, durante esas horas que se convirtieron en días, tengo la imagen nítida de unas puertas que se abrían y unos seres de pelo azul, tan bellos como siniestros, que me invitaban a pasar. Cuando una de las puertas se abría, aparecía otra con nuevos anfitriones azules llamándome. Nunca voy a olvidarlos. Espero que mis relaciones con la muerte se posterguen indefinidamente. Pero la muerte es una buena maestra y a veces se acerca para darnos lecciones.