La Fiesta de la Flor, el movimiento solidario con el que los limeños del centenario despidieron 1920
La primera “fiesta de la flor” ocurrió en 1919, pero no fue sino en 1920, hace exactamente 100 años, que esta actividad cívica fue algo realmente popular en Lima, todo en bien del bienestar de la niñez abandonada de la ciudad.
Ese jueves 16 de diciembre de 1920 sería inolvidable por muchos motivos. Ya se vivía la antesala de las celebraciones por el centenario de nuestra independencia y la solidaridad de los limeños, de los peruanos en general estaba a flor de piel. Un poco antes de la Navidad, y ya con las ganas de que se iniciara 1921, la Sociedad Auxiliadora de la Infancia había pensado en ayudar a los menores abandonados de Lima. Entonces se les ocurrió hacer algo sencillo y tierno al mismo tiempo.
Un círculo de cartón con la figura de un niño sonriente adherida al pecho las distinguía del resto de la población. Las voluntarias de la Sociedad Auxiliadora de la Infancia estaban decididas a mover corazones, y para eso contaban no solo con su simpatía sino también con unas hermosas canastillas repletas de flores hechas de papel que regalan a la gente a cambio de su apoyo con un modesto “óbolo” de “20 centavos”. En muchos casos el donante añadía a esos 20 centavos más de lo esperado, a sabiendas del bien social y humanitario que se buscaba con el acto cívico. De esta forma, los canastillos de coloridas flores se vaciaban en minutos.
El Comercio del viernes 17 de diciembre de 1920 decía que contribuían a darle vivacidad a la fiesta de las flores “los elegantes toilettes de verano” con que iban vestidas las voluntarias. Todos colaboraban, sin distinción social, ya que se trataba de una ayuda directa a ese sector desprotegido por la propia sociedad.
¿CÓMO SE PREPARABAN?
La preparación era muy cuidadosa. Desde semanas antes, en noviembre, la organización de la esperada “venta de flores” designaba a los miembros de cada grupo y dividía cada sector de la ciudad que iban a recorrer. Recolectaban los materiales e insumos y confeccionaban las flores de papel con sumo cuidado. Las voluntarias se afanaban en acumular la mayor cantidad de estas flores simbólicas que representaban la caridad y el amor al prójimo.
La jornada de hace 100 años empezó a las 8 de la mañana y se vislumbró como ardua, trabajosa, pero también reconfortante. Las mujeres jóvenes (“señoritas de sociedad”, como se decía entonces), en su mayoría lideradas por una señora coordinadora, avanzaban en grupos por cada sector o calle de la ciudad. Eran como oleadas de ocasionales floristas, con una vestimenta veraniega arrasando Lima con su bondad y espíritu caritativo. Así, como era un día laborable, las voluntarias se ubicaban en las entradas y salidas de las oficinas y en las calles y barrios donde hubiera mayor movimiento comercial. Los empleados se veían de un momento a otro rodeados por estas mujeres que venían a cumplir su misión.
Tal era la amabilidad de las floristas que ningún ciudadano podía negarse a colaborar con sus 20 centavos o más si se podía. Hasta marchaban felices con su flor en el ojal. Las jóvenes eran sumamente impetuosas e inteligentes, pues aprendieron a esperar a que todos los empleados estuvieran dentro de sus oficinas o almacenes, y entonces completaban el plan: hablaban con el jefe principal, luego con los jefes menores y luego con los mismos empleados y, a los que no tenían una flor en el ojal, los conminaban amablemente a que donaran los esperados 20 centavos.
“Así, en la mañana de ayer, todos los empleados de las oficinas y casas comerciales de Lima iniciaron su trabajo diario bajo el auspicio de una flor, comprada para favorecer a los niños pobres y recibida de manos de elegantes y distinguidas señoritas de nuestra aristocracia”, decía la nota del 17 de diciembre de 1920.
INVADEN LAS CALLES DE LIMA
Si se hiciera hoy, 2020, esta misma incursión por los niños abandonados, las voluntarias tendrían que ir de todas maneras a las estaciones del tren en la avenida Aviación o las del Metropolitano en la Vía Expresa del Paseo de la República. Pues eso mismo pensaron las jóvenes de hace un siglo: se dirigieron a las estaciones de los tranvías eléctricos en el Centro de Lima, tanto en La Colmena, punto de partida y llegada de los tranvías al Callao; como en la estación de Quilca, desde donde partían y llegaban de Magdalena.
En esos dos puntos principales del transporte público se apostaron en grupos de tres. La señora Eugenia Rosas de Porras, y las señoritas Susana Iturregui y Virginia Porras en La Colmena; y las jóvenes Leonor Letts, Rosa Moreyra y Laura Cisneros en Quilca. Todas con sus infaltables canastillas de flores que parecían tan reales que había que acercarse mucho para distinguirlas de cualquier jardín limeño. Otro grupo liderado por la señora Zañartu de Ortiz de Zevallos llegó a la estación del parque de La Exposición, de donde salían los tranvías a los “balnearios del sur” (léase, Miraflores, Barranco y Chorrillos).
Asimismo, el jirón De la Unión era un lugar infaltable en el recorrido de las amables floristas. Pero había que tener una estrategia para no agotarse sin resultados. Se determinó que las horas de mayor afluencia de público en el céntrico jirón –más aun en ese tiempo navideño– eran entre las 11 de la mañana y la 1 de la tarde; y entre las 4 de la tarde y las 7 de la noche.
No había que equivocarse: esas fueron las horas en que las cruzadas por la infancia desvalida ocuparon los puntos estratégicos como los cruces con otras calles, y a lo largo de todas las veredas de uno y otro lado. Así, el grupo encabezado por las señoras Mercedes Pardo de Zela de Sosa y María Amalia de Pazos Varela, e integrado por las jóvenes Luzmila Dammert, Albina Aramburú y Raygada, Ana Luisa Montero y Angélica Freyre y Raygada, lograron vaciar sus numerosas canastillas de flores.
Los limeños colaboraron más de una vez. Por ello muchos tenían en su camino por el jirón De la Unión, pegados a su saco o pulóver, numerosas florecillas artificiales que llevaban alegres y satisfechos. Hasta los miembros de los clubes de Lima no se salvaron de estas persistentes mujeres. Otra vez, pensaron en la hora punta. Y la hora clave era la del “cocktail”, es decir, en la tardecita, en esa caída del sol, en el umbral de la noche. Nadie se quedó sin colaborar tampoco en esos clubes particulares algo distantes del pueblo que iba en tranvía.
EL APOYO DEL TORERO
El torero español Juan Belmonte (1892-1962), amigo del escritor peruano Abraham Valdelomar, que caminaba ese día jueves por la calles del Centro de Lima, también colaboró con la causa de la Sociedad Auxiliadora de la Infancia. Con su sombrero en la mano, Belmonte no paraba de devolver el saludo de los limeños que de inmediato lo reconocieron. El diestro no se negó a recibir todas las flores que le ofrecieron ese día. Según El Comercio que cubrió la jornada:
“A Belmonte le han colocado más de cien flores, entre artificiales y naturales, habiendo él obsequiado en total, poco más o menos, mil ochocientos soles, que de la manos generosa de Belmonte irán a auxiliar la situación de los niños que viven y sufren la miseria”. En ese tiempo, el gran sevillano tenía un récord mundial de 109 corridas durante 1919, el año anterior, el de la muerte de su querido amigo autor de “El caballero Carmelo”. Era, pues, una estrella del toreo que caminaba por un viejo jirón de Lima.
La “Fiesta de la Flor” era un movimiento general de la población, que demostraba un espíritu cívico inmenso, en medio de esas calles limeñas que entonces solían estar cubiertas de un fino polvo, ya que estas no eran regadas con frecuencia. En esa Lima, de unos 225 mil habitantes, la Sociedad Auxiliadora de la Infancia luchaba hace 100 años contra la indiferencia, como hoy lo hacen muchísimas organizaciones públicas y privadas.