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El asesinato de Francisco Graña Garland sucedió en pleno régimen democrático del presidente José Luis Bustamante y Rivero (1945-1948), quien se hallaba avasallado por el Partido Aprista Peruano (PAP). Había mucha violencia contenida y explotó de la manera más sangrienta posible. Pero, ¿quién mató a Graña?, ¿cómo y por qué sucedieron los hechos?, ¿qué hizo la Policía? Son algunas de las preguntas que persistieron alrededor de aquella tragedia de la noche del 7 de enero de 1947.
Los años que vinieron tras la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) no fueron nada pacíficos. La “Guerra Fría” entre las nuevas potencias mundiales (EE.UU. y URSS) empezó en el mundo y la lucha política en los países latinoamericanos como el Perú, llevaban al fanatismo a algunos y a muchos a la componenda y traición política.
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En 1947, el jefe de Estado en el Perú era el doctor José Luis Bustamante y Rivero, un demócrata a carta cabal, elegido en elecciones libres en 1945 por el Frente Democrático, pero con una debilidad política: el apoyo del Partido Aprista Peruano (PAP) en el Congreso de la República era una cadena muy pesada y costosa que debió llevar encima.
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Desde el Poder Legislativo, los del PAP propugnaban implantar los puntos de su propia agenda, uno de ellos era la exploración y explotación de petróleo de Sechura (Piura), lo que provocó que políticos y algunos diarios los calificaran de “entreguistas” a los intereses extranjeros en desmedro de los intereses nacionales. Uno de esos medios fue “La Prensa”, dirigido por Francisco Graña Garland.
Las campañas y los titulares de “La Prensa”, visto entonces como un diario cercano a la oligarquía peruana, eran furibundos, directos y acusatorios. Luego del asesinato de Francisco Graña, todos en el diario de la “Calle Baquíjano”, en el Jirón de la Unión, estaban seguros de que el PAP estaba detrás de ese terrible y criminal atentado.
Ese día, el martes 7 de enero de 1947, el presidente Bustamante y Rivero regresaba a Lima de un viaje con toda su familia a Ica, donde había descansado en un hotel de Huacachina. Seguramente, le vino muy bien ese respiro a sus preocupaciones de primer mandatario del país, porque lo que trajo ese acto criminal fue atroz y detonante para la vida política del país.
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Aproximadamente a las 7 y 13 de la noche de aquella nefasta jornada, Francisco Graña salía de las oficinas del “Instituto Sanitas”, en la calle Perú, en Pueblo Libre, justo cuando un automóvil de color verde, que había dado algunas vueltas sospechosas por el local, se detuvo metros más allá de la puerta principal del local para dejar bajar a un sujeto.
Graña, quien era gerente y socio principal de esa institución y también director de “La Prensa”, traspasó la puerta, subió a su auto y encendió el motor para marcharse, cuando los primeros disparos le quemaron el cuerpo. Seguramente contó dos o tres, pero fueron seis los balazos que retumbaron en la calle Perú.
El “Instituto Sanitas” estaba ubicaba a la altura de la cuadra 11 de la avenida Brasil, y allí los testigos afirmaron que el auto de color negro de Graña, un “Mercury”, avanzó unos 40 metros con el conductor moribundo hasta quedar detenido en un jardín próximo. Graña quedó muy malherido. Grave.
El homicida -que había bajado del auto con un abrigo encima, pese al calor- huyó a una esquina en donde lo esperaba el auto verde. Según otros testigos, no fue uno sino dos los hombres que huyeron de la escena. El auto criminal se habría dirigido hacia la “urbanización Jesús María” (lo que sería luego el distrito de Jesús María).
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Graña estaba solo. Sus últimas palabras fueron las que dedicó al portero del “Instituto Sanitas”: “Hijo, hasta mañana”, le dijo. Este mismo portero fue quien llevó herido de muerte a Graña desde el instituto (un laboratorio, en verdad) hasta el Hospital Italiano, en la avenida Abancay, en el Centro de Lima. Era una Lima distinta a la de hoy, una ciudad sin tráfico ni ambulantes; pese a ello, el empresario falleció durante el trayecto. Los médicos no pudieron hacer nada para salvarlo.
Francisco Graña era un hombre joven, de solo 44 años, empresario, con cualidades natas de líder dentro de las fuerzas políticas conservadoras del país; dirigía el diario “La Prensa” con mano firme y pensamiento claro. Así, pues, su desaparición fue motivo de indignación y deseos de justicia de gran parte de la colectividad nacional.
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Al día siguiente, el miércoles 8 de enero de 1947, las portadas de los diarios eran de condena y rechazo a la violencia homicida. El estupor era general. El ataúd con los restos de Francisco Graña fueron llevados al local de “La Prensa”, en la calle Baquíjano, Jirón de la Unión, y fue paseado por la Plaza de Armas, frente a Palacio de Gobierno, donde recibió la aclamación del pueblo.
Fueron miles de personas las que siguieron el cortejo por las calles de Lima. Había mucha conmoción y tristeza. Hasta un grupo de vendedoras de periódicos pidió a la familia cargar el féretro, haciéndolo por unos metros. Fueron alrededor de unas 40 mil personas las que desfilaron delante del féretro del director periodístico de “La Prensa”.
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Los discursos fúnebres cundieron de parte de las autoridades, los empresarios y amigos de Graña. A nombre del directorio del diario “El Comercio” tomó la palabra Manuel Miró Quesada: “Pese a las ruines calumnias de la prensa irresponsable y a los anónimos, continuó en la labor de combatir el sectarismo y la demagogia de los apóstoles de una mentida justicia social. Como periodistas, nos descubrimos reverentes ante sus restos. Cuando alguien muere por razón de la ley biológica, los amigos lloran pero se resignan, pero no es así cuando la mano artera de un fanático ciega la vida de un hombre útil a la patria (…)”, dijo profundamente emocionado.
Según testigos, la oscuridad de la noche no dejó ver bien los rasgos físicos del asesino. Sin embargo, la mayoría coincidió en que el sujeto actuó solo. Indicaron que se trataba de un tipo “bajo, gordo y trigueño”. Por su parte, la Policía de investigaciones reunió a sus mejores agentes para seguir el caso, o al menos así informaron a los medios. Asimismo, hubo control policial de las carreteras, tanto de salida como de entrada a la ciudad (sur, norte y centro), así como en el puerto del Callao y en el aeródromo de Limatambo.
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La Policía incluso anunció -a los pocos días- que ya poseían pistas concretas que los llevarían tarde o temprano al asesino. Para avanzar en las investigaciones debieron salir de Lima, rumbo al norte y al sur del país, pues hubo informes de que los involucrados habían escapado del cerco policial. Aquello sedaba como una prueba del “apoyo” con que contaban en su fuga.
Tras el entierro de Francisco Graña en el Cementerio Presbítero Maestro de Lima, el subdirector de “La Prensa”, Ricardo Alcalde Mongrut declaró desde México que lo ocurrido era un “crimen político”, y que se buscaba acallar a la “prensa libre”. A esas alturas, el asesinato de Graña ya cobraba dimensión continental.
El subdirector de “La Prensa” prácticamente acusaba al gobierno de turno y, principalmente, a sus aliados apristas de haber perpetrado el homicidio. Alcalde indicó que haber logrado que la Cámara de Senadores detuviera la apurada aprobación de leyes “entreguistas” de nuestras reservas petrolíferas que promovía el PAP, era lo que no perdonaron los asesinos de Paco Graña.
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Bajo esa presión, y pese a las primeras descripciones de los testigos, los diarios y las revistas empezaron a sindicar a dos sospechosos como los autores intelectuales y materiales del asesinato: Alfredo Tello Salavarría y Héctor Pretell Cabosmalón, ambos vinculados con el PAP. Tello era diputado en ese momento (faltó a la sesión parlamentaria el día del crimen) y Pretell era un viejo militante del PAP con la aureola de haber pasado cárcel en la década de 1930.
F9 Los apristas los defendieron y, al mismo tiempo, negaron su supuesta culpabilidad. Lo hicieron a través de sus propios medios como el diario “La Tribuna”. No obstante, la Policía, algo impotente por los escasos resultados de sus pesquisas iniciales, empezó a poner sus ojos en estos sospechosos mediáticos. Hasta que, finalmente, los capturó y encerró. Esto a pesar de que sus rasgos físicos no coincidían necesariamente con las versiones de los testigos de aquella noche del 7 de enero de 1947.
El asesinato de Graña, sin duda, trajo consecuencias políticas. A los pocos días, el gabinete ministerial renunció. El presidente Bustamante y Rivero debió buscar ministros por todos lados y cuando lo hizo su nuevo gabinete quedó repleto de militares. Entre estos estaba nada menos que el general Manuel A. Odría, quien fue ministro de Gobierno y Policía (hoy Interior). El presidente constitucional había colocado a su lado a su propio verdugo de un año después (1948).
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El periodista peruano Domingo Tamariz publicó en enero de 1997 (“Caretas” N° 1447, pp. 42-43) una nota titulada “Chaney, el ejecutor”, donde reveló detalles del asesinato de Francisco Graña y dio a conocer o recordó un libro publicado en 1988 por Luis Chanduví Torres. El libro llevaba el título: “El APRA por dentro”.
Chanduví había sido un “cuadro” de acción política de ese partido, entre 1931 y 1948. De esa forma, se convirtió en un testigo válido para dar su versión del crimen. Y así lo hizo. Para muchos era evidente que los detenidos y condenados Tello y Pretell no eran los culpables del asesinato a Francisco Graña. Según Tamariz, Chanduví tenía la certeza de que el verdadero magnicida había sido un tal Eddie Chaney Sparrow, un trujillano, fornido y desafiante, conocido como aprista en el “Sólido Norte”.
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Tamariz citó a Chanduví: “Meses después de los hechos un c. de Defensa que vino de Trujillo, nos informó que Chaney -activista del partido, que residía en esa ciudad- se había jactado de dar muerte a Graña”. Chanduví contó que si bien ese dato excluía a los compañeros Tello y Pretell, confirmaría que el PAP estaba detrás del crimen.
En 1948 habría llegado a Lima un “Grupo de Defensa” de Trujillo para trabajar con sus compañeros de Lima. Entre los primeros llegados del norte apareció Chaney. Chanduví indicó que llegó a conocerlo y lo describió como un tipo “bajo, grueso y trigueño”.
Tener a Chaney en Lima era un peligro para el PAP. Los apristas buscaron regresarlo a Trujillo y hasta internarlo en la selva. Para entonces la Policía estaba procesando a Tello y a Pretell; y, a pesar de que llegaron a detener a Chaney y saber su confesión, Esparza Zañartu, el ministro ya en tiempos del dictador Manuel A. Odría, no se desdijo y siguió con el proceso contra los apristas. Esta era la versión de Chanduví. Finalmente, Tello y Pretell fueron sentenciados a 20 años. Trece años de cárcel efectiva, y luego fueron indultados en 1960.
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El colega Domingo Tamariz, quien dio a conocer los detalles de este testimonio en su artículo de 1997, indicó que Chanduví “era un hombre que luchó por la causa de su partido durante más de 20 años. Quienes lo conocieron, hablan favorablemente de él; serio, tranquilo, incapaz de una falsedad, y menos de una patraña, afirman”.
Fue un caso complejo y turbio el que se generó en la investigación policial de entonces; y así era muy difícil decir con total seguridad si los acusados y sentenciados (Tello y Pretell) habían sido los verdaderos asesinos del director de “La Prensa”, Francisco Graña Garland. Con versiones como la de Luis Chanduví que quedaron en el aire, siempre quedo espacio para la duda y la sospecha.
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