Se le dice ‘cometa’ en el Perú, pero también en Colombia y Ecuador. En Venezuela se les conoce como ‘papagayo’; ‘barrilete’ en Argentina, y en Chile ‘volantín’. En tierras mexicanas y el Caribe, se les nombra como ‘papalote’.
En nuestro país, se hacían –primero– de bambú, pero luego se utilizó la sacuara, una caña liviana que abundaba en las riberas del río Rímac. Ésta, junto con el papel cometa (más liviano y barato que el papel lustre), el pabilo, el engrudo para pegar las junturas con los dedos (y hecho caseramente) y los retazos de tela para la cola, completaban los insumos básicos para confeccionar ese maravilloso papel con estructura que volaba solo, libre y colorido.
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Entonces, por esos días, reinaban en los cielos de todo el Perú, pero especialmente en la costa, el ‘avión’, el ‘barril’, la ‘estrella’ o el ‘velero volador’. A veces, sobre todo en algunas partes de los inmensos ‘aviones’ sin cola de tela, por cierto, se usaban papel celofán.
La temporada comenzaba justamente cuando los escolares tenían el descanso de medio año, entre fines de julio y la primera quincena de agosto, cuando el viento se hacía más intenso y el tiempo libre más comprensivo.
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Sin embargo, la práctica del vuelo de cometas no quedaba en esos días húmedos, fríos y ventosos, puesto que la alegría se prolongaba mínimo todo setiembre; y esto porque la primavera le daba al vuelo de papel un aire de bienvenida a la nueva estación.
Los niños y adolescentes que vivieron a fines de la década de 1960, no olvidarán fácilmente a ‘Kilowatito’, un personaje eléctrico, que advertía en los avisos de los diarios del peligro de los postes de luz cuando se maniobraban los “juguetes voladores”, ya que estos podían enredarse en los cordones de alta tensión. Por eso, luego de la temporada de cometas, era todo un espectáculo observar a las cometas vencidas y enredadas en los cables de luz.
En los barrios populares de toda Lima, las competencias cometeras eran realmente épicas. Desde las calles, pampones o parques, o desde las solitarias azoteas, los niños y adolescentes avivaban sus artefactos de papel y sacuara con aguerrida pericia.
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En esas luchas, al atardecer, las cometas más temidas no solo eran las que mostraban las puntas de sacuara de los lados afiladas, quedando como lanzas puntiagudas, sino especialmente las que tenían amarradas en la cola nada menos que hojas de afeitar, con las cuales se desgarraba el papel del contrincante o se cortaba el pabilo.
Las cometas giraban violentamente y ‘en picada’ desgarraban el papel ajeno. Las contiendas podían durar breves minutos o hasta una hora, todo era según la habilidad de los ‘soldados cometeros’. En la década de 1990, la costumbre de competir disminuyó claramente; y con la aparición de Internet y los juegos electrónicos, las cometas ya no surcan como antes los cielos ni aterrizan agotadas como en los años 60, 70 y 80.
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Ahora no se fabrican en casa (al menos ya no es la costumbre), más bien las venden en el parque Reducto de Miraflores, a veces en los alrededores del hipódromo de Monterrico y en la Carretera Central y también en la avenida Ramiro Prialé, al este de Lima. La mayoría está hecha de plástico.
Sin embargo, el hecho que no cambiará fácilmente será la fidelidad y la alegría que nos brindan las cometas, porque ellas han sido y son la extensión de nuestro propio cuerpo; ese cuerpo que busca con afán el imposible sueño de volar.
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