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Quince minutos después de haber despegado de Trujillo con dirección a Lima, cuando la mayoría de sus 127 pasajeros empezaba a dormitar, el avión DC-8, con matrícula OB-1267 de la compañía aérea Faucett fue asaltado por un sujeto con pasamontañas negro, pantalón jean azul y casaca de buzo blanca. Era un pirata del aire. El asaltante se acercó al piloto Carlos Fitzgerald Castro para decirle que desde ese momento él tomaba el mando del vuelo 339. Fue un desgarrador “lunes negro” ese 7 de enero de 1991.
El vuelo fatal había partido del aeropuerto de Huanchaco, en Trujillo, a las 5 y 20 de la tarde, y a las 5 y 40 sucedió lo inesperado: los hombres, mujeres, niños y ancianos que estaban en el avión de Faucett imaginaron lo peor cuando el encapuchado desconocido tomó posesión de sus vidas.
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Fitzgerald, el piloto, no tuvo más remedio que comunicarse con la Torre de Control del aeropuerto internacional Jorge Chávez en Lima, para decirles lo que ninguna torre de este tipo quiere escuchar nunca: “Perdimos el control del avión…”. El secuestrador ordenó a los pasajeros cerrar las ventanillas y los amenazó de muerte si no mantenían las manos en alto. No quería ninguna sorpresa ni tampoco ningún valiente entre los 127 pasajeros.
En un inicio, el sujeto exigió que el avión siguiera de largo y no aterrizara en Lima. Pero un tripulante le advirtió que tenían el combustible justo para llegar a la capital. Eso lo disuadió y entonces ordenó bajar a la pista del Jorge Chávez.
Alrededor de las 6 de la tarde, cuando ya el sol de verano empezaba a perderse en el horizonte del Pacífico limeño, el avión Faucett se acercó al aeropuerto del Callao con una sensación de muerte en el aire. Fue declarado de inmediato en “emergencia” por las autoridades de la Corporación Peruana de Aeropuertos y Aviación Civil (Corpac).
El Perú vivía entonces una lucha sangrienta contra las arremetidas terroristas de Sendero Luminoso y el MRTA. Explosiones, secuestros, emboscadas, asesinatos selectivos eran el pan de cada día. Con el nuevo gobierno de Alberto Fujimori la cosa no pintaba mejor, todo lo contrario: la violencia terrorista parecía agudizarse. Por eso la noticia del secuestro del avión DC-8 provocó verdadero pánico en el propio aeropuerto Jorge Chávez.
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Apenas el avión secuestrado pisó tierra, las autoridades aislaron la zona y entablaron una comunicación con el asaltante. La tensión nerviosa reinó en los alrededores del aeropuerto, pero dentro del avión, más bien, hubo miedo, angustia, ataques de pánico.
El secuestrador se había registrado con el nombre falso de José Soto Ames; pero luego las autoridades dieron esa noche otro nombre falso: el de José Mattsa Aguirre, que era el nombre del jefe de seguridad de Corpac. Días después del hecho, se reveló por fin el verdadero nombre del facineroso. Era Carlos Isaac Rodríguez Urita, de 23 años.
El “aeropirata”, como le decía la prensa, asaltó el avión con una pistola calibre 22 en la mano derecha y una granada de guerra en la izquierda, además de cuatro granadas más amarradas a la cintura. ¿Cómo había logrado introducir estas armas en el avión? Muy simple y trágico a la vez: el equipo detector de metales del aeropuerto de Huanchaco estaba, desde hacía meses, inoperativo.
Rodríguez, el secuestrador, exigió “750 mil dólares en efectivo, además de una serie de facilidades para salir del país con la nave, entre estas la de proveerle de mucho combustible y de las cartas de navegación de todo el mundo”, informó El Comercio al día siguiente.
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Eso fue lo que se llegó a saber. En realidad, hubo mucho hermetismo durante toda esa noche, a tal punto que solo días después se supo quiénes fueron los que negociaron con el “aeropirata” y evitaron que este detonara las granadas que llevaba en la cintura. Se trató de algunos funcionarios de Corpac, pero especialmente de altos ejecutivos de Faucett: el presidente del directorio, Bernardo Corvetto Fernández; el gerente general Alfredo Zanatti; y el presidente ejecutivo, Alfredo Granda.
Asimismo, intervino el director de la Policía Técnica, el general Pablo Rivera Portal. Fue precisamente este último quien anunció escuetamente, minutos antes de la intervención de un mayor de la PNP camuflado de técnico, “que la intención era actuar enérgicamente y liberar a los pasajeros”.
Pero una hora antes de que ello sucediera, un grupo de pasajeros pidió al delincuente aéreo que dejara en libertad a un numeroso grupo de niños (algunos lactantes incluso), mujeres y ancianos. Entre las 7 y 8 de la noche, el facineroso fue convencido finalmente por la tripulación de liberar en grupos a decenas de hombres y mujeres; fueron más de cien personas las que abandonaron la nave aun con el asaltante apuntándoles en las cabezas.
Entre estos liberados se encontraba el senador de la República, Julián Bustamante Cabello (Cambio 90), segundo vicepresidente de su Cámara y conspicuo miembro de la Iglesia Evangélica Peruana; además de gerente de Industrias Surge y Fénix, y uno de los financistas del movimiento Cambio 90, que llevó al poder a Alberto Fujimori.
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Entonces llegó el momento clave: el mayor Nelson Salinas, uno de los jefes de la Subunidad de Acciones Tácticas de la PNP (SUAT) e integrante de la Dirección Contra el Terrorismo (Dircote), se preparó para subir a la nave secuestrada. La prensa no sabía nada, y así, en total secreto, se hizo un plan de rescate sumamente audaz y peligroso.
A las 8 y 10 minutos empezó el plan de rescate. El mayor Salinas optó, primero, por disfrazarse de técnico de vuelo de Corpac. Así, con el uniforme anaranjado, especie de mameluco ancho, el oficial logró introducirse en la nave, supuestamente para hacer arreglos de unos equipos a solicitud de la tripulación, lo que el delincuente había aceptado. Este había obligado a los siete pasajeros que aún quedaban en el avión a revisar a los técnicos que subían a bordo. Hasta en dos ocasiones lo revisaron y no le encontraron nada al mayor de la SUAT y de la Dircote.
El oficial de la Policía hizo dos ingresos al avión para evaluar la situación. Ubicó al delincuente, a la tripulación, y a los pasajeros. La última vez, le dijo al secuestrador que debía ver las llantas del tren de aterrizaje. Bajó y allí aprovechó para recibir de sus colegas una pistola ametralladora a escondidas. Había comunicado a sus superiores que podía solo con la situación, pues el tipo se notaba que era un “novato”.
De esta forma, apenas tuvo en la mira al sujeto le disparó una ráfaga de balas, de las cuales diez impactaron en su cuerpo, acabando así con el avezado secuestrador. En la acción directa del rescate, participaron 27 agentes de la SUAT y de las Fuerzas Especiales de Asalto, incluidos cuatro francotiradores apostado en lugares estratégicos.
Los balazos se produjeron en el momento preciso en que bajaban los pasajeros de otro vuelo, el que provenía de Tacna. Al escuchar los tiros de balas, estos corrieron desesperados, en estampida, hacia el hall principal del aeropuerto, provocando caídas y golpes entre ellos.
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El secuestrador había dado claras muestras de ser capaz de ir hasta las últimas consecuencias con tal de fugar con el dinero y el avión lejos del país. No había duda de que la vida de los pasajeros que aún estaban dentro corría peligro. Incluso, el sujeto llegó a amenazar con hacer volar en mil pedazos el aparato de Faucett si detectaba algún plan para capturarlo o matarlo.
Al mismo tiempo que se acababa con la amenaza, la tripulación y un operario que también había subido al avión Faucett encaminaron a los siete pasajeros aturdidos que aún se habían quedado dentro hacia la puerta de emergencia. En medio del escape y la confusión, un agente de seguridad de Faucett y otro de la División de Rescate de Corpac, fueron heridos de bala en la rampa de aterrizaje, a unos 20 metros de la avión secuestrado.
El Comercio informó que tanto Jaime Iparraguirre Sosa (Faucett) y Pedro Díaz Zavala (Corpac), resultaron heridos (el primero de gravedad en la frente) por los disparos de los propios efectivos policiales, quienes reaccionaron con nerviosismo ante su salida intempestiva del avión. Las víctimas no hicieron caso a las voces de alto de los agentes. Los condujeron al Centro Médico Naval, pero luego Díaz Zavala fue trasladado a la Clínica San Borja.
Antes de que se escucharan los disparos del mayor Salinas con los que abatió al secuestrador, ya todo el perímetro y las zonas internas del terminal aéreo estaban completamente acordonados con agentes policiales. Apoyó en la seguridad también personal de la Marina. La prensa, por su lado, fue impedida de acceder al área de emergencia.
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Horas después, alrededor de las 10 de la noche, el juez de turno dispuso el levantamiento del cuerpo del aeropirata Carlos Rodríguez Urita para ser llevado a la morgue y cumplirse la autopsia de ley. El avión de Faucett fue conducido a la “zona negra”, donde fue revisado exhaustivamente para detectar cualquier artefacto explosivo en su interior.
En la noche, ante el requerimiento de la prensa, un capitán de la PNP anunció que habría una conferencia de prensa para dar toda la información por parte de la Policía Técnica y Corpac, pero nadie hizo nada. Hasta el último momento hubo total hermetismo con el caso.
Si bien las autoridades portuarias y policiales se negaron, en una primera instancia, a dar información sobre lo que ocurrió dentro del avión, los pasajeros sí dieron su versión y declararon a los medios. Según estos testigos directos, el aeropirata estaba fuera de control. Su angustia aumentaba cada vez que dejaba libres a un grupo de personas. Sudaba abundantemente y se le notaba desencajado. “Reiteradamente insistía en sus peticiones de dinero y combustible, impacientándose a medida que pasaba el tiempo”.
Algunos de ellos contaron a El Comercio que el secuestrador, al subir al avión, se había sentado al final del pasillo, y a los 15 o 20 minutos del despegue se había levantado violentamente y empezado a amenazar a todos, pasajeros y tripulación a la vista. “Gritó a voz en cuello que era un secuestro”, indicaron los testigos.
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Durante esas tres horas, el energúmeno se movió de un lugar a otro, como desesperado o enloquecido, y amenazó con matar a los pasajeros. Apuntaba constantemente a la cabeza de varios de los pasajeros. No dejaba de amenazar. Decía: “¿Dónde está la plata?, ¿a qué hora viene?, ¡si no viene dentro de un rato mato a uno¡”. Rodríguez pedía hablar con Zanatti, el gerente general de Faucett, para que le diera la plata, los 750 mil dólares que exigía.
Todos los testigos consultados coincidieron en que la tripulación del avión fue clave para salvar la vida a mucha gente. El capitán de la nave y su personal tranquilizaron al secuestrador, diciéndole que estaban gestionando el pago inmediato. “Ellos actuaron en forma muy decidida y correcta y le ganaron la moral al secuestrador”, indicaron al diario decano. La tripulación estuvo formada por el piloto Carlos Fitzgerald Castro, el copiloto Pedro Vásquez de Velasco, el ingeniero de vuelos Pedro Espinoza; así como los auxiliares Walter Jung-bluth, Javier Zumaeta, Germán Wagner y las tres aeromozas: René Tanjun, Carla Vidal y Sofía Olivari.
Esas fueron las versiones de los testigos que cubrieron los vacíos de información que dejaron las autoridades. Lo que sí confirmó el Ministerio del Interior, unos días después, es que Carlos Rodríguez Urita, el nervioso y audaz secuestrador, no era miembro de ninguna organización terrorista, sino un delincuente común. Y también que había sido un estudiante universitario de Ciencias Contables de la Universidad Particular “Inca Garcilaso de la Vega” de Lima, y que, según algunas versiones, padecía de perturbaciones mentales.
Un detalle extraño ocurrió casi una semana después de la sangrienta jornada. Las autoridades policiales indicaron que, tras la revisión de la nave por peritos de la Policía Técnica, esta había hallado un arma debajo de uno de los asientos de los pasajeros. ¿Una segunda arma del secuestrador o el arma de un cómplice oculto y silencioso dentro del propio avión de Faucett? La historia se cerró con esa incógnita.
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