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A fines de los años 20, el Gobierno peruano buscaba migrantes europeos que repotenciaran especialmente las tierras de la selva alta. Entre los migrantes que llegaron en 1929 destacó un grupo de cosacos, a quienes se les prometió y dio espacio en Tambopata (Madre de Dios) y en la selva de Ayacucho, en el sur peruano. Ser un cosaco era sinónimo de guerrero leal; eran de origen eslavo, y su nombre provenía del tártaro ‘kazak’, que significaba “hombre libre” o “aventurero”.
El Comercio había dado cuenta de esa política migratoria desde inicios del ‘oncenio’ leguiísta (1919-1930), y ya en las postrimerías del régimen el tema de los cosacos cubría páginas enteras del diario decano. La fuente principal de información era la propia Cancillería.
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Pero luego de una publicación de esa fuente, un buen día, se apareció en la redacción del diario decano, en la esquina de Lampa y Miró Quesada, un personaje que pedía hacer algunas precisiones sobre el tema migratorio de los cosacos del Rubán (sur de Rusia).
Se trataba del ingeniero ruso Basilio Korolievich. Él hablaba un español de notorio acento caucásico, y se presentó como “el concesionario para el establecimiento de la colonización rusa con cosacos del Kubán”. La región cosaca del Kubán representaba una de las minorías nacionales y étnicas de Rusia. (EC, 26/05/1929)
Korolievich se expresaba con la seguridad que le daba su cargo. Se dedicó a coordinar con los responsables dentro del Ministerio de RR.EE. de la “Dirección de Colonización”, como se llamaba entonces. La concesión de la tierra que ocuparían sus compatriotas de la comunidad del Kubán se hallaba a las orillas del río Apurímac, en el departamento de Ayacucho.
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En 1929, tal comunidad vivía acosada por el gobierno de los ‘Soviet’. El régimen comunista que lideraba Vladimir Lenin y el PCUS (Partido Comunista de la Unión Soviética) los perseguía y muchos de ellos migraron desde el este de Europa. De esta forma, de los parajes balcánicos provenía el grupo que se aventuraría hacia el Perú.
Korolievich aseguró a El Comercio que la zona ayacuchana elegida por él mismo era “la región más semejante al Kubán que he encontrado para instalar a mis compatriotas”. El lugar abarcaba unos 1.500 kilómetros cuadrados.
El diario había informado que el grupo migrante ya había dejado Belgrado, en Yugoslavia (hoy capital de Serbia), y el concesionario cosaco complementó esa información indicando que el próximo 30 de mayo de 1929, es decir, cuatro días después, el grupo tomaría un barco en el puerto de Génova (Italia) para enrumbarse al Perú, en América del Sur. (EC, 26/05/1929)
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Se decía que llegaba un grupo de 100 cosacos del Kubán, pero Korolievich no podía confirmarlo. Sí confirmó que los cosacos venían con el general Juan D. Pavlichenko, como líder de su comunidad. El diario quiso saber más de ese general, y del por qué alguien como él buscaba radicar en un lugar tan lejano como el Perú.
“Pavlichenko es una de las figuras más notables que sobreviven entre los emigrados de la Rusia blanca”, contó Korolievich a El Comercio. “Muy joven se batió en los campos de batalla contra los imperios centrales y cuando cayó el trono de los zares y la Moscovia legendaria fue presa de las hordas rojas del comunismo, puso su espada a disposición de los atamanes, general barón Piotr Wrangel y Antón Denikin”.
Wrangel fue uno de los más importantes líderes nobles del exilio ruso, fue llamado el “Barón negro”; mientras Denikin fue el general ruso que dirigió las fuerzas antibolcheviques y lideró el Movimiento Blanco contra los Soviets durante la guerra civil rusa (1918-1920).
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Los cosacos que llegaron al Perú eran contrarrevolucionarios convictos y confesos. Así lo demostró su representante Basilio Korolievich, cuando describió las acciones del general Pavlichenko en esos duros días de incertidumbre, a finales de la década de 1910:
“Les acompañó (a Wrangel y Denikin) en sus distintas campañas por el sur de Rusia, con el fin de restablecer la vida y el honor de la Santa Rusia, despedazada por la fobia del internacionalismo y el hambre de los que medran en nombre del pueblo y de una mentida democracia, igualitaria sólo en sus teorías extraviadas y absurdas”, dijo Korolievich con convicción sólida al reportero que lo entrevistaba. (EC, 26/05/1929)
El representante cosaco señaló que muchos de los que vendrían habían peleado en esa guerra civil y habían preferido expatriarse a ser sometidos “a los amos de la Rusia roja”. Por eso mismo, decía Korolievich, eran gente disciplinada, ordenada y dúctil; un grupo de gente trabajadora que buscaba asentarse en una tierra y convertirla en su patria. El Perú los acogía y ellos no iban a perder esa oportunidad.
Era sorprendente su confianza en esa nueva aventura. El ingeniero Basilio Korolievich hablaba del parecido de la selva alta ayacuchana, a orillas del río Apurímac, y los campos del Kubán: la vida con el pastoreo, el campo, los cultivos, y sabía que allí la nostalgia de su patria de origen encontraría sosiego.
“Los kubanos somos una nación con una tradición vieja y arraigada; nuestras leyendas se remontan a los días oscuros de la humanidad. Las gestas heroicas de nuestros campeones han sido trasmitidas generación tras generación y aún viven en nuestros cantos populares. Nuestra música tiene la sentimentalidad campesina que gime líricamente en las ‘balalaikas’ y nuestras danzas encarnan el carácter pastoril de nuestra vida, pero también suelen representar la altivez de nación kubana, que supo siempre defender su suelo y el hogar de sus mayores”, se expresaba con sentimiento patriótico el representante del Kubán. (EC, 26/05/1929)
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El reportero interrogó: “¿Solo vendrán los cosacos radicados en Yugoslavia?”. Korolievich dijo: “No, en el mismo barco en que estos viajan, se embarcará otra partida en el puerto francés de Marsella. Vendrán éstos a las órdenes de M. Lissenko, presidente de la Sociedad de Cosacos de París. Estos, como aquéllos, están organizados militarmente”.
Tan poca era la información que se manejaba hasta ese momento, que el periodista de El Comercio debió preguntar (no hay peor pregunta que la que no se hace): “¿Vienen hombres solos?”. Y entonces supo que en los dos grupos que venían se hallaban unas 40 a 50 mujeres, en un número similar de familias. No era poca la tierra que recibirían en esa estada en el Perú. Las familias tendrían a su disposición un lote de 30 hectáreas cada una, y los demás colonos de 14 hectáreas.
Había que saber mucho más de ellos, pues los niños que nacerían a partir de su arribo serían nuevos peruanos y peruanas. Lo que estaba claro es que venían a trabajar las tierras asignadas y a colaborar con el desarrollo y progreso de esas localidades del interior del país.
Una carretera directa que lo llevara desde la capital ayacuchana hasta la zona cosaca era lo que esperaban ver pronto hecho realidad, para el mejor desarrollo económico y social de sus familias. Tras la revolución de Lenin y Cía, los cosacos eran vistos casi como sujetos errantes, como los judíos, explicaba Korolievich. Y otro punto que deseaba aclarar el inesperado visitante fue el de la pérdida o no de la nacionalidad de los cosacos migrantes.
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“Se dice que los cosacos conservarán su nacionalidad y quedarán en libertad de retornar a la antigua patria, tan pronto como los soviets desaparezcan. Todo lo contrario. Inmediatamente de llegar adquirirán la nacionalidad peruana; puesto que desean ser hijos adoptivos de este país, que les va a dar una oportunidad para ser felices y poder olvidar las penas del pasado”, dijo Basilio Korolievich. No querían volver a sus antiguos terruños, porque los comunistas los tenían controlados; y eran difíciles de ser arrancados de allí. (EC, 26/05/1929)
Aseguraba Korolievich que, apenas se encuentren en Lima, sus compatriotas cosacos realizarían una presentación al público limeño; podía ser en un teatro o al aire libre, pero las autoridades y el pueblo limeño observarían y disfrutarían de sus habilidades ecuestres, de su música (‘balalaika’) y de otras danzas regionales.
Exactamente un mes después de esa extensa y reveladora entrevista a Basilio Korolievich, el representante de los cosacos migrantes, llegó al Perú el primer grupo de visitantes del Kubán. Era el miércoles 26 de junio de 1929, y lo hicieron a bordo del vapor italiano ‘Orazio’. El Callao estaba de fiesta. Para la gente chalaca era más fácil decirles rusos que cualquier otra denominación. Y los había, claro está, rusos y de otros pueblos, pero la mayoría eran cosacos del Kubán.
Venían para ir, dentro de poco tiempo, a la “montaña”, con más precisión, “a las márgenes de un afluente del río Urubamba”. (EC, 27/06/1929). Pero cuando, aún en el barco, supieron que estaban próximos al puerto peruano del Callao, se prepararon adecuadamente. Vistieron sus trajes tradicionales, de colores muy llamativos. Así se presentaron ante los peruanos.
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Eran poco más de doscientos los migrantes, con grandes familias, ancianos, adultos, jóvenes y niños. Había de todas las edades. Familias completas. Navegaron desde Génova, como se dijo, y los encabezaron dos hombres: el nombrado general Juan D. Pavlichenko y un coronel: Leonidas Ofsiyervski.
Un segundo grupo de inmigrantes, como contó un mes antes Korolievich, abordó el vapor ‘Orazio’ en el puerto francés de Marsella. Con ellos también vino el ingeniero Pedro Korolievich, hermano de Basilio, el eficiente informante de El Comercio.
El barco fue recibido y una vez acoderado, los cosacos se agruparon en la popa. Algo tenían en mente. Entonces en el ‘Orazio’ se escucharon las notas del Himno Nacional del Perú, interpretada por su propia banda de músicos. La sorpresa fue total. Al final del himno patrio, aun con su español a medias, lanzaron sendas hurras al Perú.
Antes de que la prensa pudiera conversar con algunos de ellos, subió a bordo el director de inmigración, el señor Salazar Orfila, quien estaba acompañado del príncipe polaco Mitchel de Greyztor, director del Sindicato de Colonización de la Montaña al servicio del gobierno.
Ellos constataron que los nuevos colonos habían viajado en buenas condiciones. Los rusos, como el público les decía, parecían con el mejor ánimo para trabajar y colaborar en el desarrollo de las tierras que asumirían pronto como suyas. La buena noticia era que la mayoría de ellos se dedicaba al cultivo, a la agricultura.
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El general Pavlichenko informó a la prensa que “hay alrededor de 30,000 cosacos dispuestos a venir al Perú, como colonos”. Ese miércoles 26 de junio de 1929 permanecieron en el barco, por cuestiones de revisión sanitaria, usual en esos tiempos. Luego, el jueves 27 de junio, por fin desembarcarían y se dirigirían a Lima. Allí, en medio de la expectativa de la ciudad entera, desfilaron “en formación militar, hasta su alojamiento, encabezados por su banda de músicos”. (EC, 27/06/1929).
Para antes de las fiestas patrias de ese año 1929, los nuevos colonos cosacos ya estaban posesionados y ambientándose a sus nuevas tierras, prácticamente en la misma zona que hoy llamamos el VRAEM. Meses después, los migrantes volverían a Lima para realizar una presentación que marcó época.
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El miércoles 27 de noviembre de 1929, en el 50 aniversario de la batalla de Tarapacá (Guerra con Chile), los amigos cosacos del Apurímac visitaron Lima para participar en un evento especial, que se iba a realizar en el viejo y hermoso Hipódromo de Santa Beatriz.
El festival hípico, en honor a la festividad militar, demostraría las altas cualidades acrobáticas y la fortaleza y habilidad físicas de los cosacos del Kubán, los nuevos colonos de la selva alta peruana. Estaría presente, como invitado principal, el presidente de la República, Augusto B. Leguía.
Los limeños vivieron el momento como único. Horas antes del inicio, ya las tribunas de “primera” y de “segunda” estaban repletas. Las tropas de la guarnición de Lima estaban en el centro del coloso, haciendo la guardia. La tribuna presidencial y de socios acogieron a los invitados del servicio diplomático, además del personal militar. Era todo un espectáculo, cuyo plato de fondo fue la exhibición ecuestre de los llamados “cosacos rusos”.
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La Marcha de Banderas resonó en el hipódromo a eso de las 3 de la tarde, señal inequívoca de la llegada del primer mandatario. Leguía dio la orden de empezar. Y de inmediato, se vio desfilar a la banda de seis músicos cosacos que iban delante de un grupo de ocho cosacos cabalgando a ritmo pausado. Pero, delante de ellos, solo e impertérrito, apareció el general Pavlichenko.
Todos los cosacos vestían con el uniforme regular, el usual, pero el general quiso impresionar: Pavlichenko desfiló con una túnica de color rojo y sus numerosas insignias de mando. Entonces, el general invitó a Leguía a un acto de real comprobación: como para remarcar la peligrosidad del espectáculo ecuestre cosaco, se le pidió a Leguía que comprobara el filo de las espadas caucásicas. El presidente quedó impresionado con el filo metálico de las espadas, capaces de partir de un solo tajo un coco.
Los jinetes cosacos dejaron estupefactos a los asistentes. Mucho de ellos eran militares curtidos. Estos artistas y atletas a la vez hicieron “todo lo que un jinete humanamente puede hacer sobre un caballo”. (EC, 28/11/1929). Hicieron figuras y malabares, y otras acrobacias sin precedentes (ni en los circos de Lima se vio algo así).
Ellos realizaron, según El Comercio, “corte de figuras con los sables en carrera abierta”; y también “saltos sobre los caballos, ejercicios de volteo, recojo de pañuelos del suelo estando los caballos en carrera abierta”; pero, además, “rotación del jinete en el aire en plena carrera, y rotación de jinete cosaco en torniquetes entre los caballos”. Eran unos maestros. (EC, 28/11/1929).
Los nuevos colonos no habían dejado de practicar sus costumbres ecuestres en su nuevo hogar en la ribera del río Apurímac, y más bien parecían que deseaban impresionar a todos. El tiro al blanco en plena carrera fue algo sensacional. Y el paroxismo llegó cuando los asistentes pudieron apreciar las llamadas “pruebas de equitación”, es decir, pararse de cabeza sobre los caballos cuando estos galopaban, entre otros desafíos a la gravedad con un equino.
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Hasta se dieron el lujo de escenificar un drama en vivo: “El robo de la novia”, en base a una pura y excelente habilidad técnica y velocidad para escapar con una mujer en la montura. Y también demostraron sus habilidades para auxiliar a un amigo herido sin bajarse del caballo en movimiento. Fueron proezas que demostraban su justificada fama como temibles guerreros.
Cerraron su presentación en el Hipódromo de Santa Beatriz desfilando toda la pista con el pabellón nacional del Perú, y al llegar a la tribuna presidencial se detuvieron para bailar sus danzas cosacas más conocidas y otras rusas; allí mismo también demostraron sus exquisitas cualidades artísticas. “La danza de los sables” fue la más aplaudida por el público asistente.
El presidente Leguía, junto al general Pavlichenko, eligió al mejor jinete de la jornada. Éste recibió una copa como señal de su maestría ecuestre. Pavlichenko tomó la palabra y recordó cómo fue que los cosacos habían llegado al Perú y cómo se habían esforzado por adaptarse. El Perú era su segunda patria.
Los cosacos hicieron un brindis en idioma ruso y luego lanzaron unos gritos y vivas muy típicas de su pueblo cuando estaban felices. Cantaron y luego se despidieron del hipódromo, muy conscientes de haber impresionado gratamente a la concurrencia.
En ese momento, nadie podía presagiar que la presencia de ellos, o de la mayoría de ellos, en el Perú no sería por mucho tiempo. La paulatina desidia del gobierno de Leguía en los meses siguientes, en que no los apoyaron y se fueron incumpliendo las promesas que les aseguraron, terminó por cansarlos, desanimarlos; incluso se llegó a acusarlos de “conspiradores”, por lo que muchos de ellos terminaron en la cárcel en Ayacucho.
La crisis del ‘oncenio’ leguiísta en 1930 necesitaba chivos expiatorios, y no se les ocurrió mejor idea que enfocarse en ellos, los cosacos. Tras la caída del régimen de Leguía, y la revolución del general Luis M. Sánchez Cerro, todos los cosacos detenidos fueron liberados. Pero ya el lazo se había roto. Desilusionados, muchos de ellos emigraron a otros países, y solo algunos decidieron quedarse en el Perú, a pesar de todo.
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