Para 125 mil cubanos su vida cambió cuando Fidel Castro retiró la custodia policial a la embajada del Perú en La Habana, desencadenando la mayor invasión pacífica de una sede diplomática que registre la historia y que culminó con un éxodo sin precedentes para un régimen comunista.
Ese 4 de abril de 1980 y en los dos días siguientes, el mundo siguió atónito el dramático espectáculo de miles de cubanos que ingresaban sin control a la embajada peruana para asegurarse un salvoconducto que los hiciera salir de la isla, asfixiados por la represión y la crisis económica.
A las 8:30 p.m del 17 de enero de 1980, Antonio Díaz Ortega y once personas más, a bordo de un ómnibus, derribaron la cerca de alambre de la embajada peruana ubicada en La Habana. Cuando el embajador Edgardo de Habich salió al jardín para indagar lo que ocurría, le pidieron asilo.
“Llevábamos la gasolina estrictamente necesaria para llegar hasta el lugar y penetrar a la embajada”, explicaría Antonio Díaz Ortega, gestor de la invasión, años más tarde al corresponsal del decano en Miami.
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El grupo estuvo compuesto por cuatro hombres, tres mujeres y cinco niños. Apenas producido su intempestivo ingreso, se apersonó al lugar el jefe de Protocolo de la Cancillería de Cuba, Roberto Meléndez, para pedirles que desistan, pero no tuvo éxito.
Una crisis internacional se había gestado y tenía su epicentro en la otrora tranquila embajada peruana ubicada en el exclusivo barrio de Miramar. El gobierno cubano decidió retirar la vigilancia policial a la embajada del Perú el 4 de abril y los cubanos llegaron por millares ese día. El gobierno peruano se comprometió, entonces, a garantizar el asilo y pidió ayuda a otros países y organizaciones internacionales. Costa Rica, España y Canadá aceptaron recibir a parte de los refugiados.
En Miami, exiliados cubanos pidieron autorización para organizar un puente marítimo de rescate. El 22 de abril se inició el ‘puente de Mariel’, a través del cual llegaron a Estados Unidos 125 mil cubanos.
Mientras tanto el parque zonal Túpac Amaru era acondicionado con carpas para recibir a unos 850 cubanos exiliados.
El primer grupo de 97 disidentes llegó la madrugada del 18 de abril de 1980. Ante estrictas medidas de seguridad aterrizó en el Grupo Aéreo N8 el avión de LACSA procedente de Costa Rica. Una mujer con sus dos hijos fueron los primeros en tocar suelo peruano. Sus sonrisas mostraban el final de una odisea vivida por varios días en la embajada peruana.
A medida que llegaban a Lima, los exiliados cubanos eran empadronados. Además comenzaron a organizarse a través de un comité provisional para fomentar la disciplina y organizar las tareas inherentes al orden, limpieza, reparto de alimentos, ropa, etc. Lo presidía el médico cirujano Arístides Martínez.
Una vez que recibieron atención médica y alimentos fueron entrevistados por la prensa. Muchos de ellos manifestaron que abandonaron la isla por motivos de trabajo, de “hacer lo que a uno le place y no ser obligado a realizar lo que no se desea”.
Pocos manifestaron abiertamente ser anticastristas. La mayor parte de ellos deseaba hacer una vida normal. Negaron rotundamente la publicidad del gobierno de Castro en cuanto a su condición social. “No somos vagos ni delincuentes ni homosexuales. Uds. Mismos lo pueden comprobar…Todos aquí tenemos una profesión o un oficio y gran parte está con su familia, sus hijos… Lo que pasa es que Castro nos ha querido desacreditar ante el mundo”, expresaron.
Hablaron acerca del racionamiento de ropa, libros, comida y una serie de cosas. Recalcaron la política de desinformación y la malnutrición del pueblo cubano. Se refirieron al control total de los medios de comunicación y a la carencia de libertad de expresión.
Los días posteriores continuaron llegando más cubanos al Perú hasta completar los 850. No todos permanecieron en nuestro país. Ahora tenían la libertad de elegir su destino.
Con el paso de los años, la pequeña colonia de cubanos hecho raíces en Pachacámac, última etapa de Villa El Salvador. Unos 30 a 40 cubanos, la mayoría de los cuales bordea los 70 años, viven en precarias y pequeñas casitas y trabajan en cualquier actividad que les permita mantener a sus familias.
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