No es que hayan desaparecido, aún los podemos ver con notificaciones, encomiendas o algún correo empresarial que debe ser entregado en físico; pero la figura del “señor cartero” sí que ha cambiado. En la foto principal de esta nota, con fecha del 21 de enero de 1971, se observa a un cartero tradicional, a quien El Comercio siguió entonces en su diaria y valiosa rutina.
Lo siguió por toda la ciudad y captó la imagen cuando el agente de correos caminaba con su gran bolso de cuero marrón por una calle de Lince, a unos metros de la avenida Arenales. En el fondo, se podía apreciar el aún existente edificio de “El Dorado”, en la cuadra 24 de la avenida Arequipa.
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El trabajo formal de los hombres de gorro y maletín comenzó en el Perú en 1897 al inaugurarse la Casa de Correos y Telégrafos de Lima. Luego lo harían para la Dirección General de Correos (1916-1994), hasta llegar al Serpost actual, que viene funcionando desde 1995.
En Lima, los carteros del siglo XX partían del Correo Central, al costado de Palacio de Gobierno, donde se proveían de sus cartas y sobres para la jornada. Eran unos batallones de hombres que parecían haber nacido con una carta bajo el brazo. Ellos se desplazaban en microbuses y a pie a los distintos distritos y balnearios de la capital. Cada cartero tenía su propio sector y recorría a diario entre 70 y 75 cuadras.
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El cartero de la foto que encabeza esta nota empezaba su jornada a las ocho de la mañana y terminaba a las seis de la tarde, aproximadamente. Solo descansaba los domingos. Una dura labor que la traería con los años problemas renales y en las articulaciones; pero más podía su responsabilidad con las personas que lo esperaban con alegría, temor o incertidumbre por saber si eran buenas o malas las noticias que portaba. La mayor parte del material por entregar eran cartas personales, epístolas familiares, amatorias o amicales.
El uniforme gris o azul y la corbata les entregaba la empresa de correo, al igual que el maletín de cuero, que era muy resistente y pesado. Por el tamaño de ese maletín, ningún cartero de esos años podía decir que pasaba desapercibido para los ladrones de barrio, que los acosaban y robaban muchas veces. Entonces, los carteros explicaban a los ladrones que no tenían nada que les interesara.
Muchos de ellos cuentan que tenían sus propias estrategias para salvarse de esos desagradables momentos: lo hacían con caramelos o cigarrillos que invitaban a los malandrines, o les hablaban “bonito”, recordándoles que “Dios siempre mira nuestros actos”.
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En la mayoría de casos los convencían de no quitarles nada. Y así evitaban perder lo más valioso que tenían: las cartas de la gente. Estas solían ir dentro de un sobre con bordes rojiblancos y el papel era tan delgado que solo podía escribirse por un lado. Cada carta debían tener las estampillas en el reverso.
Los vecinos de todos barrios de Lima respetaban a los carteros, y muchas veces los acogían en sus casas. Cerca de la Navidad, hasta les regalaban panetones y chocolate. De aquel ejército de “chasquis” modernos, ahora solo queda el recuerdo. Todo se ha reducido al mínimo con las comunicaciones interpersonales convertidas a virtuales. Con todo, el cartero tiene aún su día en el año: es el 29 de agosto.
Tal fecha, que recuerda la esforzada labor del cartero, fue oficializada por la Asociación Nacional de Carteros del Perú, fundada en 1944. Antes tenía el simbólico nombre de Sociedad de Socorro, creada durante el ‘oncenio’ de Augusto B. Leguía (1919-1930). En verdad, fue durante un Congreso Panamericano de Carteros, realizado en Lima entre el 26 y 29 de agosto de 1944, que se acordó celebrar su día cada 29 de agosto.
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En esos 29 de agosto, y por muchos años, se realizaba una especie de maratón entre los propios carteros, quienes con sus uniformes y cargando el pesado maletín de cartas corrían toda la avenida Wilson y Arequipa, hasta llegar al Canal 5, en Santa Beatriz. Panamericana Televisión organizaba la carrera, la cual era muy simpática y alegre, y en la que toda la ciudadanía animaba a esos inolvidables hombres de gorra y corbata.
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