El caso del asesinato a hachazos en un hotel del Jirón de la Unión que horrorizó a Lima hace más de 100 años
La calle de Espaderos era la cuadra cinco del Jirón de la Unión, en el centro de Lima. Allí existía el “Hotel Raimondi”, donde a finales de 1918 se cometió un terrible crimen. Cinco años después, se dictó sentencia a los culpables.
Lo que ocurrió a finales del gobierno del presidente José Pardo (1915-1919) estremeció Lima hace poco más de un siglo. Aquella madrugada del jueves 21 de noviembre de 1918, Carlos Goldz (1886-1918), un empresario norteamericano, de 32 años, fue asesinado en un cuarto del “Hotel Raimondi”, en el Jirón de la Unión, en pleno centro de Lima, a punta de hachazos. En otros medios, se mencionó al hotel como la “pensión americana”. Goldz había llegado al Perú desde Brasil en 1913, pero nunca imaginó que su vida terminaría de esa manera tan brutal cinco años después.
Carlos Goldz era el dueño del hotel (se lo habían traspasado). Allí, en esa casa de reposo, alquilaba habitaciones a artistas de reparto, viajeros de ocasión y todo tipo de comerciantes. Él se reservó uno de los cuartos más grandes, donde vivía solo. Era un hombre de negocios y de cierto mundo, pero sus orígenes eran algo oscuros.
Con habilidad, se introdujo en el mundo social limeño, haciéndose novio de una muchacha de clase alta. Estaba a pocos días de casarse con ella (el matrimonio estaba pactado para el domingo 24 de ese mes), cuando ocurrió el asesinato del empresario. ¿Quién pudo matar a Goldz? Este era un sujeto de buena posición económica, y ello quizás le granjeó enemigos gratuitos en el mundo empresarial. Pero su vida privada fue la que le traería la desgracia final.
La prensa policial especuló con la idea de un homicidio pasional, ya que Goldz tenía amantes más allá de su relación formal con aquella señorita de sociedad. Asimismo, había otros sospechosos como un empleado despedido días antes del crimen, su administrador y hasta un huésped del hotel con el que Goldz tuvo algunas rencillas.
Los interrogatorios al personal del hotel permitieron a la Policía del Cuartel Primero conocer la existencia de una amante con nombre propio: Yolanda Manrique. Se trataba de una mujer de nacionalidad chilena que se había convertido en su amante. Con el matrimonio cerca, las discusiones, reclamos y amenazas entre Goldz y Manrique llamaron la atención de la gente de la “pensión americana”.
La chilena lo habría tenido amenazado, según los testimonios policiales. Los investigadores incluso siguieron la pista de la novia de clase alta, a quien no dejaban de ver como una de las personas sospechosas. Era un caso complejo porque todos los involucrados parecían tener coartadas que desvirtuaban su participación en el horrendo crimen de la calle de Espaderos. Sin embargo, la Policía ejecutó varias “prisiones preventivas”, decía El Comercio.
Hasta que la Policía se concentró en la figura de Yolanda Manrique. La intuición policial cobraba protagonismo. La mujer chilena estaba casada, pero su vínculo íntimo con la víctima era innegable; ella misma lo admitió en los interrogatorios. Se descubrió que Manrique era una prostituta que Goldz había conocido en Chile y con la que había llegado al Perú en 1913. Entre ambos había un vínculo amatorio, y un alto grado de dependencia tanto económica como emocional. A ella la definieron las pesquisas policiales como una persona ambiciosa, egoísta, capaz de mentir y de fingir sentimientos.
Las investigaciones a cargo de la Intendencia de Lima -contaba El Comercio, el 20 de diciembre de 1923- se profundizaron y una carta rota pero reconstruida por los peritos policiales dio detalles de una persona clave en la escena del crimen. Las coartadas se le fueron acabando aManrique. Su esposo trató de encubrirla, pero la Policía iba cercándola ante la revelación de más testigos y hechos cada vez más irrefutables.
El Comercio, incluso, destacó el hecho -descubierto por los investigadores policiales- de que hubo un primer intento de homicidio. Tal hecho, desconocido en un inicio, ocurrió cuando Yolanda Manrique citó a Carlos Goldz lejos del “Hotel Raimondi”, en una casa particular, en los extramuros de la ciudad. Allí planificó asesinarlo con ayuda de su cómplice. Pero Goldz no asistió a la emboscada de su amante.
Se confirmó, tras largas pesquisas, que Yolanda Manrique tuvo un cómplice, que no era su esposo (al que engañó numerosas veces), sino un sujeto, el esposo de la cocinera del Raimondi. La Policía recién pudo completar en 1923 el rompecabezas de ese asesinato de noviembre de 1918.
El cómplice era de oficio carnicero, y llegó a conocer a Yolanda porque visitaba la “pensión americana” para ver a su esposa, la cocinera del local. La chilena lo habría contactado para que sea el sicario que acabaría con la vida de Goldz. Así se vengaría de quien creía su abusador y al que señalaba como su corruptor. Eso, al menos, era lo que pensaba Yolanda Manrique.
La prueba del vínculo entre los cómplices asesinos fue un costoso anillo que recibió el carnicero a modo de pago, y que este tenía horas después de que intentara venderlo en una joyería del centro de Lima. De esta forma, detenido e interrogado exhaustivamente, el sicario terminó por confesar su sangriento crimen a machetazo limpio, en un acto que repetía la manera en que realizaba su labor en el camal. El oscuro sujeto acusó también, sin ninguna pena, a la autora intelectual: Yolanda Manrique.
Según el diario El Comercio, el caso provocó mucho temor entre los vecinos de Lima. Sin embargo, la Policía había recibido ayuda de testigos claves que permitieron relacionar a los autores del crimen. El diario decano indicó que fueron muy útiles las declaraciones del personal del hotel y, especialmente, la versión directa del dueño de un café de la calle Baquíjano, lo que es hoy la cuadra siete del Jirón de la Unión, es decir, a dos cuadras del hotel sangriento.
Entonces, se podía decir con pruebas y testimonios a la mano que “el crimen se consumó cuando Goldz dormía, como se ha comprobado en los autos judiciales”, decía El Comercio. Los abogados de los acusados trataron de atenuar las culpas y responsabilidades de sus defendidos, “pero las pruebas eran plenas y no dejaban lugar a dudas”.
Ese jueves 20 de diciembre de 1923, el juez dictó sentencia inapelable. La pena capital sondeó la mente de la justicia, en primera instancia, pero luego se precisó el crimen y sus circunstancias y la Corte Suprema, “integrada por los doctores Osma, Romero, Maguiña, Granda y Correa”, detallaba el diario decano, declararon a los culpables merecedores de una pena algo benigna, es decir, una “pena penitenciaria”: Yolanda Manrique, por homicidio, recibió la condena de 14 años de cárcel (salió libre en 1937); el violento carnicero, por homicidio y robo, se le impuso solo 15 años de prisión (salió libre en 1938).