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Año Nuevo: los peruanos de la década del 60 celebraban así la llegada de un nuevo año | FOTOS
¿Cómo festejaban o qué hacían nuestros padres y abuelos (o bisabuelos) en los finales de cada año, cuando se quemaba el calendario viejo y se colgaba el nuevo? Esas horas eran de trance renovador. Y, sin duda, muchas cosas se repitían, pero otras eran únicas de su tiempo.
El 31 de diciembre de 1960, desde las 11 de la mañana, los limeños se empezaban a alistar para cerrar el año con el que se terminaba la década del 50 y se iniciaba otra década nueva: la de los años 60. No solo las casas comerciales sino especialmente las oficinas públicas festejaban ese día porque tenían una media jornada libre por delante.
Lo primero que hacían los empleados apenas les daban el visto bueno para su salida matutina, era recoger todos los almanaques y calendarios de ese Año Viejo y los trituraban en segundos y en miles de pequeños fragmentos de papel brilloso que pasaban de sus escritorios y espacios de trabajo al viento y, en segundos, a las veredas y calles limeñas.
Ya sea porque se despedía un año que cerraba la década del 50 y se abría la nueva en medio de un ambiente de libertad y democracia (ya superada la dictadura odriísta), o porque simplemente cundía una alegría general, la gente capitalina y oficinista de esa jornada hasta “quemaba cohetes” en sus despachos, según contaba El Comercio, algo inimaginable en estos días.
Ese mismo día, llegaba a Lima la esposa del dictador Odría, María Delgado de Odría. Del aeropuerto internacional “Lima-Callao” (luego Jorge Chávez), la futura candidata a la alcaldía de Lima por la Unión Odriísta (rivalizaría con Luis Bedoya Reyes en diciembre de 1963) se dirigió a su residencia. Era un país, en muchos sentidos, más desigual, diverso e injusto que el actual, pero provocaba la mismas expectativas en todos cuando se trataba de vivir el suceso del nuevo año.
El 31 de diciembre de 1965, la noticia que más resaltaban los diarios del país era la inauguración -el día anterior- del nuevo aeropuerto internacional Jorge Chávez. El cardenal Juan Landázuri Rickkets bendijo el nuevo local, al lado del presidente Fernando Belaunde Terry.
Mientras, en la portada de El Comercio se anunciaba para el 1 de enero de 1966, dos suplementos especiales: uno dedicado a los sucesos del Perú y el mundo, en los campos políticos, sociales, culturales y económicos; con profusión de fotografías y radiofotos; y otro suplemento netamente deportivo.
Ese último día del año 65, ocurrió algo muy curioso, como si la realidad nos diera la metáfora perfecta del final del año viejo, de lo acabado, y el inicio de lo nuevo, de lo renovado. Fue un accidente de tránsito, sin consecuencias fatales, a Dios gracias, que ocurrió en una esquina del distrito de Jesús María.
En la esquina de la avenida Salaverry con Cuba, a una cuadra del Parque Andrés Avelino Cáceres, dos autos colisionaron y asustaron a los transeúntes. Pero había un detalle: uno de los vehículos era nuevo, pero el otro era tan viejo que postulaba a carcocha. El nuevo quedó intacto y pudo seguir su ruta; el segundo, quedó volteado, vencido en el asfalto. Una viva alegoría de la pugna entre lo viejo y lo nuevo.
Ese año de 1966 terminó, a su vez, con nuevas obras de la gestión del presidente Belaunde: el 30 de diciembre, la autopista Lima-Pucusana fue una realidad y el primero en recorrerla oficialmente fue el presidente. Quince días después empezarían a cobrar el peaje. Ese mismo día, objetos extraños, como bolas de fuego cruzaron algunos distritos del sur de Lima, y cayeron a tierra, provocando unas ruidosas explosiones.
Al día siguiente, 31 de diciembre de 1966, aun con el impacto de los rumores de esos objetos voladores no identificados y sus explosiones, la gente no olvidó una antigua costumbre: la de empapelar la ciudad para despedir el año viejo. Documentos y almanaques triturados volaban de las ventanas de los edificios; y cuando uno levantaba la cabeza para mirar solo veía las caras de los empleados y empleadas asomándose por las ventanas de los bancos, casas comerciales, empresas y ministerios.
Los papeles llovían al tiempo que los oficinistas emitían gritos de euforia por el final del año. Había facturas canceladas, citas, agendas, de todo. Los buses en el Centro de Lima avanzaban arrastrando la espesura de ese incontenible papel albo. Entonces la gente recuperó la calma y se preparó para recibir el Año Nuevo de 1967.
El cardenal Landázuri, como todos los años, dio su mensaje de fe y esperanza al pueblo peruano, y lo hacía por medio del diario El Comercio en un sentido comunicado ese mismo 1 de enero de 1967.
“Quiero hacer llegar a todo los hogares de Lima y del Perú, mis más cordiales y fervientes votos de felicidad, ventura y prosperidad. Pido al cielo colme a nuestra patria de sus más escogidas gracias, sólido fundamento de la auténtica prosperidad, y asimismo otorgue al mundo la paz que tanto anhela y necesita”, indicaba el mensaje cardenalicio impreso.
En los albores de la década siguiente, en plena dictadura militar, con el general golpista Juan Velasco Alvarado (1968-1975) en Palacio de Gobierno, las costumbres y los hábitos de Año Nuevo no variaron en nada con respecto a la década anterior, y la cuestión continuaría así hasta finales del siglo XX.
El 31 de diciembre de 1971, las oficinas de las entidades públicas cerraron su atención a las 12 horas y no vieron mejor forma de terminar el año que picar, cortar, deshojar los documentos inservibles que tenían en sus gavetas y estantes y lanzarlos, a modo de lluvia, desde sus ventanas o balcones.
No solo eran papeles inútiles de sus incontables fólderes, sino también muchas veces picapica y serpentinas que traían de sus casas y hasta calendarios que terminaban picados sobre las calles y avenidas limeñas.
Lima vivió los descuentos de ese año 71, y junto con los papeles en el aire y en el suelo, otras costumbres animaban a los limeños y peruanos en general, como la venta de flores y prendas íntimas amarillas; las doce uvas a la medianoche, las lentejas en el bolsillo de la camisa; salir a dar una vuelta a la manzana cargando una maleta repleta de ropa, o brindar con lo que estaba al alcance del bolsillo. Todo era motivo para esperar un mejor año nuevo.
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