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| Crónica
Si había un barrio en Lima que recibió a la comunidad gitana a mediados de la década de 1920, ese fue Manzanilla, en el Cercado de Lima. Con más precisión, los gitanos se reunieron en carpas nómades a la espalda del Hospital Dos de Mayo. En abril de 1925, armaron en ese sector su campamento, es decir, lo invadieron y El Comercio hizo días después un primer reportaje para saber cómo vivían estos gitanos en Lima.
Los gitanos en el mundo se formaron a partir de distintas naciones o tribus, como los llamados “kalé”, “rudari”, “sinti”, “ari”, entre otros. Pero sus orígenes no están en Egipto como se cree aún hoy (egiptanos = gitanos) sino en la India. Su origen es indio. A Europa empezaron a llegar entre fines del siglo XIV y comienzos del siglo XV.
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Siglos de existencia, en medio de las más graves dificultades y rechazos, les dieron a los gitanos una identidad fuerte; una identidad hecha para la resistencia. Dispersos por el mundo, viviendo en comunidad y convirtiéndose muchos de ellos, especialmente por nacimiento, en ciudadanos de los países donde recalaban, nunca dejaron de ser noticia sobre todo en las primeras décadas del siglo XX en el Perú.
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De esta forma, el 1 de mayo de 1925, en el Día del Trabajo, El Comercio graficó y narró la más cruda realidad de esta comunidad en nuestra capital. Descarnado, realista y sin concesiones, el reportero de esos años informó sobre una “población flotante”, y no era una metáfora sino la más clara verdad para decenas de familias gitanas.
Sin oficios conocidos, viviendo en la más plena informalidad, haciendo simplemente lo que ellos denominaban sus “negocios”, estos grupos levantaban sus carpas y desaparecían para quedarse luego en otro lugar de la ciudad. Pero en la urbanización Manzanilla, cerca de los límites de la ciudad como se conocía entonces, sí que estuvieron un buen tiempo, tanto que se convirtieron en parte del paisaje semiurbano de entonces.
No hay que ser adivino para darse cuenta de que los gitanos no eran bien vistos por la sociedad peruana, en general. Cierta desconfianza les rodeaba y eso pese a saberse de su historia como un pueblo perseguido y estigmatizado por las instituciones, entre ellas, por supuesto, la Iglesia.
En tiempos del “oncenio” de Augusto B. Leguía (1919-1930), Lima ya había vivido numerosas experiencias de ver por sus calles, en la Colonia y en la República, a esos hombres, mujeres y niños desplazándose en masa o en grupos pequeños, medianos o grandes.
Esta minoría étnica era vista por El Comercio de entonces como un grupo “pintoresco”, especialmente por el colorido de sus carpas y vestimentas. No obstante, el diario decano no podía ser ajeno a la preocupación de los vecinos de la ciudad. Había en los limeños de esos años cierta “incomodidad”, “mortificación” y hasta “rechazo” para con los extraños.
Aquel desconcierto limeño por lo distinto se veía reflejado también en la mirada del cronista de 1925: “No es extraño, pues, que en días pasados recibiéramos una carta en la que los vecinos del Chirimoyo se quejaran de la mala vecindad que tenían y que calificaban como una plaga de ‘gitanas’ que había invadido esos barrios vagando de un lugar a otro”.
¿A qué se referían con “vagando de un lugar a otro”? El periodista precisaba que se debía a la costumbre atávica de las mujeres gitanas de “adivinar la suerte” de la gente. Asimismo, se les acusaba de ser agresivas con quien no se dejaba leer la mano o las cartas, pues significaba menos monedas para ellas. Sin embargo, también había quienes les creían y juzgaban positivamente, al punto de distinguirlas como “certeras” en sus adivinaciones.
El diario indicaba, por su lado, que esas predicciones eran solo embustes, un juego de palabras que podían llevar al engaño. Para sus acusadores, ciudadanos y autoridades en general, lo suyo lindaba con los delitos de “estafa y robo”. El cronista de El Comercio insistía en que las mujeres gitanas usaban “las artimañas de la quiromancia”; mientras los hombres de la comunidad se dedicaban a vender de todo; como buenos “mercachifles” ocupaban muchas calles aledañas a Manzanilla.
La zona de Manzanilla estaba considerada como un lugar peligroso, ya que se ubicaba entonces en los límites con la zona rural de Lima. Esa situación creó la falsa idea de que la Policía no podía atender el asunto, puesto que se saldría de su jurisdicción urbana; pese a ello, los agentes policiales ante el reclamo popular actuaron ocasionalmente, e intervinieron en varios “casos de estafa”.
Pero, ¿en qué consistían estas estafas? Una de ellas fue el caso de la señora Edelmira Morán, una vecina limeña que entregó una buena suma de dinero a cambio de que la gitana Margarita, como informaba El Comercio, le entregara su profecía personal.
La señora Morán, con el paso de los días, reconoció que muchas cosas profetizadas por la gitana se habían cumplido. Con esa idea en la mente, la susodicha recomendó a una pariente, su sobrina Amanda Aparicio el servicio adivinatorio, es decir, dio fe del “canto de la suerte” de Margarita.
Sin embargo, la estafa salió a flote. Luego de pedir a la solicitante 83 soles por su trabajo, la gitana visitó la casa de señorita Aparicio. Era una estratagema para conocer la psicología y los datos familiares indispensables y así armar su oportuno discurso. La gitana siempre decía lo que en el fondo sus clientes querían escuchar. En la mayoría de los casos, cosas agradables y provechosas para que estos o sus familiares se sintieran agradecidos.
Tanta era la creencia de la gente en estas adivinas que al no concretarse lo que estas les vaticinaban, lo consideraban como una estafa. En la actualidad, evidentemente, nosotros podemos tomar esas predicciones como un juego de probabilidades, pero en los años 20 Lima era crédula, o al menos un gran sector de los vecinos lo era definitivamente.
El asunto fue que, al ser convocada para dar su versión, la gitana Margarita se reportó enferma; es por eso que se presentó su esposo, Francisco Java, quien anunció que devolvería el dinero a la afectada, con lo que pensó que se cerraba el caso. La guardia civil, cuyo nuevo local se había inaugurado solo tres años antes, en 1922, y tenía una nueva generación de jóvenes guardias, no lo pensaba así.
La persecución a los grupos gitanos fue constante. Los jóvenes guardias, montados en bicicletas o a pie, les impedían y perseguían por alterar el orden público. Los vecinos acusaban a los gitanos de dar un triste espectáculo callejero. En esas circunstancias, la Policía los reprimía así estuvieran “a las afueras de la ciudad”.
Por esos días finales de abril de 1925, los registros, las requisas y detenciones a los gitanos en Lima era tema de conversación entre los limeños de todas las clases sociales. Hubo, por supuesto, protestas y resistencia física de los gitanos que sabían cómo enfrentarse con la autoridad policial. Y en esos choques los gitanos vociferaban en su idioma caló o calé, que ni periodistas ni policías entendían.
Ese 1 de mayo de 1925, El Comercio informó que entre lo requisado se hallaron numerosas armas de fuego: es decir, “más de 20 revólveres y pistolas, sin ninguna licencia como ordena la ley”. Pero no solo eso: también hallaron una gran cantidad de municiones. Todo fue requisado principalmente porque, si bien eran armas de uso personal del grupo de gitanos, estos no tenían las autorizaciones necesarias. Eran armas ilegales. A todo ello se sumó que estos sujetos alarmaban por las noches al vecindario con disparos al aire.
El diario decano redondeaba su reportaje con un llamado a las autoridades municipales y del gobierno central para que esa “población exótica” sea controlada y vigilada. Eran esos tiempos en los que el Perú mantenía un alto grado de rechazo por lo “extraño” o “inusual”; por lo distinto a lo tradicional. Y en el caso de los gitanos, los limeños y sus instituciones no hacían sino reproducir lo que en el resto del mundo ocurría: veían a esos grupos trashumantes con una severa desconfianza.
No obstante, no debemos olvidar que en el Perú de esos mismos años 30, vivían gitanas y adivinadoras mejor asentadas y consideradas. Fue el caso de Apolonia Flor de la Quintana, una popular “adivinadora”, experta en quiromancia y cartomancia, y cuyo servicio ofrecía en su domicilio de las calles La Huaquilla (actual cuadra 10 del jirón Ayacucho) y luego en Pampa de Lara. Allí iban los limeños y las limeñas, presurosos y preocupados, por saber su futuro.
Doña Apolonia era una mujer amistosa, agradable, según los testimonios de la época. Con sus vestidos coloridos y unos aretes inmensos en forma de argollas, gozaba de la amistad de muchos vecinos de la vieja Lima, y hasta políticos conocidos de esa década de 1930 la visitaban.
Más tarde, como cada cierto tiempo ocurre, el Perú vivió oleadas de rechazo a la gitanería. Por ejemplo, en plena etapa del “ochenio” de Manuel A. Odría (1948-1956), en 1952, un senador de la República, Manual Faura, pediría la expulsión de los gitanos del país, cuando muchos de ellos ya eran peruanos legítimos por nacimiento. En ese caso, la razón se impuso y tal medida no prosperó.
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