Acababa de ser nombrado embajador del Perú en Ecuador, pero no pudo ocupar el cargo porque una mano asesina se regodeó con él. Jorge McLean y Estenós conocía a su homicida. Eso lo dedujo la Policía desde el inicio porque a unos 50 metros de donde hallaron su cuerpo, había un auto en cuyo interior la sangre teñía todo. Allí habría sido ejecutado, y luego arrastrado hasta el lugar donde lo dejaron abandonado.
En ese paraje solitario entre La Molina y Cieneguilla, aquel domingo 15 de julio de 1951, McLean fue golpeado con una piedra, en un gesto de odio o desprecio por la víctima. Las pertenencias del diplomático estaban intactas. Todo indicaba que el robo no había sido el móvil del homicidio. Se fue tejiendo así la historia de un crimen pasional.
McLean, de raíces tacneñas, trabajó en el Ministerio de Relaciones Exteriores desde muy joven. Era un funcionario ministerial que había colaborado con los regímenes de Oscar R. Benavides, donde fue secretario presidencial, y de Manuel Prado Ugarteche, en cuyo gobierno se encargó de la Dirección General de Informaciones. Destacó en el plano diplomático cuando en 1949, ya con Manuel A. Odría en el poder, fue nombrado Ministro Plenipotenciario y Enviado Extraordinario del Perú en Portugal.
Con un futuro promisorio aun, pues lo esperaba la embajada peruana en Ecuador, las especulaciones sobre su crimen llegaron incluso al plano político-conspirativo. En un inicio, la Policía no podía descartar ninguna posibilidad. No obstante, rápidamente, por las evidencias y los indicios en la escena del crimen, los investigadores se fueron encaminando hacia las relaciones personales del doctor McLean.
El cuerpo del diplomático
El camión que halló el cadáver había recorrido La Molina y, ya entrada la noche, se dirigió a la ‘Arenera’, camino a la hacienda Cieneguilla. Estaba a la altura del Km.18 de lo que llamaban “carretera a Huarochirí” cuando, a eso de las 10, los ocupantes David Ramírez Merino y Arturo Luz Como vieron un bulto a la izquierda de la ruta. Al encender las luces altas descubrieron que no era un bulto sino el cuerpo de una persona. De inmediato se detuvieron, bajaron y comprobaron el estado inerte de la víctima. Hicieron la denuncia en el puesto de la Guardia Civil de La Molina, el más cercano.
En pocos minutos, los agentes policiales llegaron y acordonaron la zona. Con los documentos personales del embajador en la mano, pues los tenía en el bolsillo de su camisa, la Policía determinó de inmediato la identidad del occiso. No tenían ninguna duda de que era el funcionario del Ministerio de RR.EE. Jorge McLean y Estenós.
El cuerpo del corpulento hombre estaba boca arriba, con cuatro disparos en el tórax, la cabeza rota y el rostro desfigurado por un golpe de piedra que, ensangrentada, ubicaron a unos metros de la escena. El sombrero habitual de McLean reposaba a un lado. Y así permaneció por muchas horas, hasta el día siguiente. A la media mañana del lunes 16 de julio, un reportero de El Comercio se acercó al lugar y solo pudo detener el auto del diario a 100 metros del cuerpo. El juez de turno, Percy Vigil Elías, había pedido esa distancia prudencial.
Miembros de la Guardia Civil (GC) y de la Policía de Investigaciones no permitieron que nadie se acercara al cadáver. Solo reconfirmaron al diario la identidad de la víctima. Pero eso era poco para los “sabuesos” periodísticos. Había que ir hasta el final de esta historia. Y así, el reportero se escabulló y logró acercarse bastante al cuerpo que había quedado en posición de cubito dorsal, con los brazos extendidos. Tenía puesto un terno gris oscuro, a rayas, zapatos negros y medias blancas. Su camisa blanca, con un lapicero ‘Parker’ en el bolsillo, estaba lavada en sangre.
El auto de color verde Pontiac donde había viajado el diplomático estaba unos 50 metros del cadáver, en la carretera, pegado al cerro. Allí lo ultimaron. Esa zona sería el límite entre La Molina y la hacienda Cieneguilla, que en ese entonces estaban repletos de terrenos agrícolas. Sin rastros de robo, con dinero en los bolsillos e, incluso, con su reloj de oro detenido a las 10 y 5 en la muñeca izquierda, faltaba la autopsia de ley para determinar con más precisión cómo fue asesinado el hombre de la diplomacia peruana. Pero la Policía ya tenía claro lo que había ocurrido y tenía en la mente incluso un claro sospechoso. Al mediodía, las autoridades judiciales ordenaron el levantamiento del cadáver.
El joven asesino lo confiesa todo
La sociedad peruana quedó impactada. El Comercio destacó la figura profesional y personal del doctor McLean, y condenó su homicidio con ensañamiento, sin ninguna misericordia. La opinión pública y los medios de prensa exigieron la identificación y captura del autor del crimen.
Esa misma noche del lunes 16 de julio, luego de redactar sus notas y columnas, los reporteros del diario Decano siguieron detrás de sus fuentes policiales y se enteraron -a la medianoche- de una posible captura del asesino. Esto tomó fuerza cuando comprobaron cierto movimiento policial en la ruta a La Molina. De inmediato, se enrumbaron a ese lejano distrito y luego a la carretera a Cieneguilla.
Al llegar al lugar del asesinato, a las dos de la madrugada del martes 17, vieron cómo un nutrido grupo de policías rodeaba a un hombre. Destacaba nítidamente el Director General de Investigaciones, Clodomiro Marín del Águila, y su segundo en el mando, así como el Jefe de la 21ª. Comandancia, el teniente coronel José Urteaga. El área estaba acordonada con agentes de dicha comandancia. Todos tenían la mirada puesta en el extraño sujeto.
¿Se trataba del homicida? Era un hombre relativamente joven, mestizo, delgado y de no más de 1.70 m. de estatura. Vestía un terno negro y lucía tranquilo, en apariencia. Cruzando miradas y obteniendo datos precisos de algunos agentes que rompieron la reserva de ese momento, los reporteros pudieron comprobar que aquel, efectivamente, era el asesino de Jorge McLean y Estenós.
La captura fue en tiempo récord por el trabajo de investigación policial minucioso que se llevó adelante desde el primer momento. En 24 horas fue detectado y capturado. El sujeto se llamaba Juan Antonio Perazo Cáceres, de 28 años, y no era un desconocido para el nuevo embajador peruano en Ecuador. Perazo había sido secretario personal de McLean. Juntos trabajaron en Portugal, cuando el embajador era en ese país el Ministro Plenipotenciario y Enviado Extraordinario del Perú. McLean le dio la confianza necesaria para laborar en su despacho y entabló una cercana amistad con el joven Perazo. Este, apenas fue apresado, se declaró el homicida de su jefe.
Detalles de un feroz crimen
Los cuatro tiros de Perazo salieron de una pistola Máuser, calibre 7.65. El asistente de McLean negó haber tenido algún cómplice, lo cual para la Policía era difícil de creer por la corpulencia y talla de la víctima, ya que esta se habría defendido y, luego de baleada, fue arrastrada unos 50 metros. El criminal había comprado zapatos nuevos que fueron hallados a 6 km de allí, con el objeto de borrar algún tipo de evidencia que lo inculpara y así confundir a los investigadores.
“Luego de matarlo, aun con miedo, me escapé a pie por el lado de la quebrada; la rodeé y conseguí llevar a Lima. En el camino arrojé el arma con el que disparé, no sé en qué parte”, declaró brevemente a El Comercio. Los guardias se lo llevaron sin poder interrogarlo más. Perazo se conducía sin remordimientos, parecía no arrepentirse de lo que hizo. Los agentes policiales se dieron cuenta de la ansiedad del criminal por contar su historia. Esposado se lo llevaron lejos de la prensa.
Tales declaraciones salieron publicadas el martes 17 de julio de 1951, y daban una idea del perfil del asesino. Pero nada se sabía aun de los móviles del crimen. La Policía se reservaba ese punto importante del rompecabezas. Los agentes encargados argumentaban que ese tema estaba en plena investigación. Lo que sí se aclaró netamente es que el diplomático se defendió antes de caer bajo las balas asesinas. En la autopsia, se comprobó que tenía las costillas rotas y el puño de la mano derecha marcado fuertemente con la forma de unos dientes. Los dientes de Perazo. Fue una lucha feroz con su atacante quien, al mismo tiempo, le disparaba en el tórax.
Con los años, Perazo insistiría en haber actuado solo en el crimen. El móvil se fue derivando hacia un asunto íntimo, sentimental, entre los protagonistas. Un crimen pasional más en los turbulentos años 50.