En la madrugada del domingo 29 de diciembre de 1946, Duilio Poggi Gómez, de 16 años, un cadete del cuarto año del Colegio Militar “Leoncio Prado”, agonizaba a consecuencia de una salvaje golpiza. Según la prensa, llegó a acusar a un hombre “zambo, alto y fornido” de haberlo agredido violentamente por habérsele enfrentado la noche anterior cuando maltrató a una mujer. Ese mismo día, el joven falleció en el hospital de Policía.
Así sucedió el crimen del cadete
El Comercio y otros diarios de la época recogieron hasta dos versiones de los hechos. En la primera versión, que es la que sostuvo el diario Decano, se relató que la noche del sábado 28 de diciembre de 1946, Poggi regresaba a su casa en tranvía tras salir de su colegio y cedió su asiento a una mujer embarazada. Era el “tranvía de la Magdalena”, línea que venía del Callao y recorría la avenida Brasil. El muchacho esperaba bajarse en un paradero y dirigirse a su casa, en la cuadra cinco del jirón Manuel Vivanco, en Pueblo Libre.
Cuando la mujer se iba a sentar, un sujeto la empujó y se adelantó para tomar el asiento. El acto prepotente de aquel hombre indignó al estudiante. Poggi lo increpó. Sin embargo, el tipo, lejos de reconocer su error, insultó al joven y lo amenazó, retándolo a bajar del tranvía para resolver el asunto. Y así lo hicieron. Poggi no escapó al reto y, aún indignado, no sabía ni intuía contra quien se enfrentaba. El cadete era un muchacho delgado aunque atlético, de 1.77 m. de estatura, pero el recio Joya, 12 años mayor que él, era un tipo de 1.81 m. y demasiado pesado de enfrentar para un adolescente. Incluso se añadió en la versión más fidedigna que su agresor no estaba solo, sino que contó con dos compinches que también habrían golpeado a Poggi.
La otra versión señala que el sujeto con quien peleó Poggi empezó a molestar a una muchacha que acompañaba al estudiante, cerca de la avenida 28 de Julio. El joven cadete le advirtió, siguiendo su código de honor, que no lo hiciera, provocando la respuesta iracunda del energúmeno y su reto a ir al Campo de Marte. Allí lo esperaban también sus dos cómplices.
La primera versión, que el diario El Comercio informó, sería luego corroborada por la Policía. De esta forma, el recorrido de ambos pasaría de la avenida 28 de Julio hasta llegar al Campo de Marte, en Jesús María. Allí, en medio de la semioscuridad, forcejearon, se golpearon, pero la mayor fuerza física del sujeto desconocido -además de la ayuda de dos malhechores- se impuso hasta el punto de dejar a Poggi herido mortalmente en medio de la pista cercana al campo.
Abandonado a su suerte, el joven cadete llegó a duras penas a su domicilio. Horas después, al sentir fuertes dolores de cabeza, fue trasladado por sus padres a una posta médica y luego al Hospital de Policía, el más cercano a su casa. Poggi apenas pudo acusar la agresión de un sujeto “zambo, alto y fornido”, para luego fallecer debido a los múltiples golpes en la cabeza y el tórax, lo que provocaría profusas hemorragias internas. Murió a las tres de la madrugada del domingo 29 de diciembre de 1946.
El asesinato de Duilio Poggi Gómez fue doloroso e indignante a la vez, y provocó la protesta no solo del colegio militar al que pertenecía, sino también de la sociedad en su conjunto. El mayor castigo para el homicida era lo que pedían todos. La condena fue unánime. Pese a los esfuerzos policiales y de la propia Dirección General de Investigaciones, el individuo agresor logró burlar todos los cercos que se implementaron en los lugares habituales del hampa. El sujeto se hizo humo, literalmente.
Pasaron cuatro años y el tema del culpable de la muerte del cadete leonciopradino era una espina en el corazón de la Policía. Al no haber resultados, la sociedad peruana entendía aquello como una derrota de la justicia peruana ante el crimen y la delincuencia. Los que nunca perdieron la esperanza de que hubiera justicia fueron las padres de la víctima, Enrique Poggi y Lucía Gómez. Don Enrique nunca dejó de preguntar y visitar las instalaciones policiales en búsqueda de respuestas.
La captura del culpable luego de 4 años
Lo que no pudo hacer la fuerza policial ni el Estado con todos sus recursos, lo hizo la suerte, el destino o las circunstancias. El jueves 2 de noviembre de 1950, casi cuatro años después del homicidio, un empleado del penal de El Frontón escuchó una extraña conversación entre dos reclusos. Este funcionario aún mantenía el recuerdo fresco de aquel suceso policial de 1946. De esta forma, llegó a escuchar que uno le decía al otro: “Mejor que no le hayas dicho al juez lo de Poggi, porque si no te hubiera caído más pena”.
Con esa información, el empleado penitenciario se dirigió al día siguiente, viernes 3 de noviembre, a la propia Dirección General de Investigaciones, en la que confiaba más, para contar la breve conversación que escuchó. Se entrevistó con el mismísimo Inspector General, Clodomiro Marín del Águila. Este ordenó de inmediato traer a ambos reclusos a su oficina, donde se mantuvieron incomunicados y con una severa vigilancia. Y mandó pedir a la familia Poggi una fotografía de Duilio. Los padres fueron en persona a entregar la imagen el sábado 4 de noviembre.
Luego, esa misma noche, empezarían a interrogar a los dos involucrados. Pero especialmente a Severiano Joya Illescas, el principal sospechoso. El interrogatorio policial se prolongó por varios días, hasta que el jueves 9 de noviembre de 1950, hacia el mediodía, Joya no pudo más y admitió ser quien agredió a Poggi. Pero no quien lo mató, como informó en un inicio la Dirección General de Investigaciones.
El sospechoso venía cumpliendo una pena de cinco años de cárcel desde mayo de 1948, por los delitos “contra la libertad y el honor sexual”. Fue recluido primero en la Penitenciaria de Lima y luego, debido a su comportamiento violento, en un penal más seguro: en la isla de El Frontón. Era un delincuente que deambulaba en las inmediaciones del Campo de Marte. Los investigadores tenían enfrente al supuesto asesino del adolescente Poggi. No tardaron más tiempo y ese mismo jueves 9, por la tarde, lo llevaron al Campo de Marte, en Jesús María. Allí, los especialistas en criminalística le ordenaron reconstruir la escena del homicidio.
La reconstrucción del crimen de Duilio Poggi
Joya fue conducido en una camioneta muy bien resguardado. Era un tipo grueso, rudo, que decía tener 25 años (en realidad tenía entonces 32 años). En ese instante tenso, el sujeto lució tranquilo y hermético. No mostraba ningún signo de arrepentimiento. Esa especie de frialdad (aparente o no) sorprendía incluso a los estrictos policías que lo custodiaban de cerca, los detectives Oscar Belaunde Casas y Enrique Guimet Gómez.
Jefes policiales, jueces y fiscales estuvieron presentes, rodeando al supuesto asesino. También estuvo un tío de la víctima, pues sus padres estaban indispuestos. La reconstrucción se hizo en una zona cerca del monumento, por el lado de la pista izquierda del campo. Allí pudo verlo bien el tío Poggi, y solo se preguntó: “¿Cómo este hombre pudo matar a mi sobrino?”. A una orden del juez encargado, Joya empezó a hablar para dar una nueva y contradictoria versión de los hechos, distinta a su primera versión, la cual complicaría las investigaciones policiales posteriores.
“Yo iba por esa pista con una muchacha de la cual era enamorado, y fui interpelado por Poggi, diciéndome que por qué la molestaba. Al contestarle que éramos amigos, Poggi me dio una trompada que me llegó al mentón, doliéndome y yo le contesté con otra que no le llegó por haberla esquivado”, dijo Joya, con voz temblorosa.
Luego, contó que le había cogido de la solapa y pegado un “cabezazo”, por lo cual Poggi cayó de cara al lado izquierdo sobre el césped. “Allí le di una patada en el muslo”. El acusado dio la versión, además, de que lo conocía “de la avenida Guzmán Blanco”. No dio más detalles.
Era una versión adecuada para evadir el mayor peso de la ley. Joya indicó que, tras dejar desmayado a Poggi, huyó hacia el Mercado Modelo y llegó a la Plaza Grau, donde tomó un tranvía para ir a su casa. Relató que nunca supo que su contrincante había muerto, porque -dijo- no lee “los comercios”. El juez, incrédulo ante su historia, le repreguntó: “¿Cuánto cree que duró la pelea?”. Joya respondió que unos “diez minutos”. Lo que siguió fue una retahíla de contradicciones, hechos que no calzaban unos con otros y que no convencían a nadie. Había en el ambiente una atmósfera de engaño que cada declaración del acusado acentuaba.
Más allá de los detalles circunstanciales, la constatación de un acto de violencia de su parte contra de la víctima no dejaba dudas. Sin embargo, Joya -camiseta blanca, camisa azul y pantalón caqui- buscaba atenuar su culpa. En su beneficio, no hubo ningún testigo que quisiera declarar en su contra. Ni siquiera la mujer embarazada a quien Poggi defendió en el tranvía. El miedo se impuso en esa mujer y en los testigos no solo del incidente en el medio de transporte sino también los testigos de la propia pelea. Nadie habló ni se presentó para dar una versión más fidedigna y objetiva de los hechos. Joya se estaba salvando.
La diligencia policial y judicial terminó alrededor de las 5 y 30 de la tarde. El sospechoso volvió a su encierro y permaneció incomunicado. El proceso de interrogatorios y reconstrucciones seguirían por varios meses, hasta fines de ese año y, sin más agravantes ante la falta de testigos claves, el caso se archivó y el acusado cumplió solo su pena anterior, la cual concluyó en marzo de 1953. Joya dejó la prisión de El Frontón y desapareció de Lima. Dicen que regresó a Chincha, su tierra natal, y que mantuvo allí un perfil bajo el resto de su vida.
La acción protectora de Duilio Poggi Gómez no fue olvidada por los limeños, pues en el parque La Pera, al final de la avenida Salaverry y Ejército, una placa recordatoria lo inmortaliza como un ejemplo de ciudadanía, como cadete del Colegio Militar “Leoncio Prado” y, sin duda, como un joven que creía ya en 1946, hace 74 años, en una idea clave de hoy: la no violencia contra la mujer.