Las escenas fueron imborrables para los limeños de 1958, en plenas vacaciones escolares. Más de diez menores de edad murieron y otros más quedaron gravemente heridos al manipular bombas que aparecían en las esquinas o en los techos de las viviendas. Las explosiones fueron pesadillas que se convirtieron en una triste realidad.
El terror en Magdalena del Mar
Todo empezó en ese distrito frente al mar. El domingo 23 de febrero de 1958, un grupo de cinco niños jugaba en su barrio, en la calle Tarapacá, con un artefacto que desconocían, pero que los cautivó. Sin tener ninguna precaución, manipulaban y se disputaban el brilloso objeto hasta que este explosionó en medio de ellos. Dos de los menores murieron en el acto y tres quedaron con heridas mortales; en tanto once chicos más y tres adultos terminaron afectados por la terrible detonación.
La Policía buscó a los testigos, pero los reporteros de El Comercio también hicieron su trabajo y lograron escuchar de primera mano que el objeto “era como de hierro, como un cilindro” y que los niños lo examinaban con curiosidad. Uno de ellos intentó abrirlo o algo así y por eso lo golpeó de ambos lados contra el borde la vereda. Con seguridad uno de esos golpes dio en la espoleta del artefacto, y así se inició el infierno en esa calle.
“Salieron volando los cuerpos en diferentes direcciones”, describía un vecino. En medio del estupor general, algunos reaccionaron para levantar a los niños heridos y conducirlos en autos propios o taxis al Hospital de la Policía, al Hospital del Niño y a la Asistencia Pública de la avenida Grau, en el Centro de Lima. La mayoría necesitaba cirugías complejas de las que nadie sabía si podían salir con vida.
Los primeros en fallecer fueron dos hermanos, los hermanitos Luna, un niño de 12 años y una niña de 10 años, en el Hospital del Niño, en Breña. En ese mismo nosocomio también estaban sus hermanos menores de 9 y 8 años. Heridos, graves, con quemaduras y fracturas. Los otros heridos, algunos de ellos también hermanos, fueron conducidos al Hospital Alcides Carrión del Callao, y los adultos afectados al Hospital Almenara (ex obrero). Entre estos últimos estaba el señor Marín, padre de un niño herido. A los más leves los llevaron a sus propias casas para una recuperación prácticamente casera.
El reportero de El Comercio buscó entre los menores a alguien que pudiera relatar o dar un detalle revelador del hecho. Habló con un niño llamado Alejandro, quien quedó herido y solo atinó a decir que “no sé nada”, varias veces, como queriendo salir de esa pesadilla. Sin embargo, más tarde, el niño contaría algo de esa escena que no se le borraba de la cabeza.
“Otros niños y yo jugábamos con otro muchacho llamado Arturo, y se estaban colgando de mi espalda, para tumbarme al suelo. En eso se oyó una explosión terrible, y sentí que me dolía todo el cuerpo”. Pero, ¿quién tenía el objeto de metal? “No sé”, dijo, “todos estaban jugando junto al árbol”.
La pérdida de las piernas y las hemorragias internas eran los daños más comunes en las pequeñas víctimas, y también sufrieron heridas por esquirlas y golpes en la cabeza, que se dieron muchos al caer al piso luego de volar por el aire debido a la onda expansiva. La prensa, aun estupefacta, se hacía preguntas sobre el origen del artefacto explosivo, el cual resultó ser nada menos que una “bomba antitanque”. Fue lo único que quedó en claro para los familiares y la opinión pública. Durante varios días las autoridades del gobierno no dieron ninguna pista que condujera a identificar al responsable de tanta muerte y dolor infantiles.
Lo más doloroso fue que esa no fue la única historia de sangre inocente que rondó las calles de Lima de entonces. Once días después, cuando aún no superábamos la tristeza e impotencia del holocausto de Magdalena del Mar, ocurrió algo peor en un solar de la avenida Tomás Marsano, en Surquillo. Otra bomba cegó las vidas de ocho niños, convirtiendo ese verano en un infierno incomprensible.
El infierno de Surquillo
Cuando aun dolía en el alma la tragedia de Magdalena, otro atentado o accidente, ni la Policía misma lo sabía, estremeció aún más el sentimiento de orfandad, vacío e indefensión de los limeños. En Surquillo otra explosión dejó a todos enmudecidos. Y otra vez las víctimas fueron niños que jugaban pacíficamente.
Eran las 4.20 de la tarde, del miércoles 5 de marzo de 1958, y en una casa de una quinta, en la cuadra 15 de la avenida Tomás Marsano, en Surquillo, una bomba, al parecer muy parecida a la de Magdalena, remeció los muros y las puertas de toda esa cuadra. La onda expansiva movilizó a toda la gente y los que llegaron primero pudieron ver una escena espantosa. Lo que no pudieron ver hacía once días, lo vieron esa tarde en su propio barrio.
La prensa limeña determinó que fueron ocho niños fallecidos y once más quedaron heridos esa fatal tarde. La bomba fue más letal que la anterior porque no sucedió en un lugar abierto como en la calle Tarapacá, sino en una quinta que reducía los espacios, que hacinaba los cuerpos inocentes. Por testigos, El Comercio recabó la información de que todo empezó cuando un niño de 14 años, de apellido Rocha, halló en el techo de una casa el extraño artefacto. Lo bajó y luego intentó abrirlo para “sacarle la pólvora”.
Otra vez, como en Magdalena, alguien golpeaba el proyectil para abrirlo, pero esta vez con un martillo y con más fuerza ante la expectativa de los más pequeños. “Para hacerme un dirigible”, comentaron que dijo el niño. El diario informaba el detalle así: “Las víctimas, cuyas edades fluctúan entre los 3 y 15 años, al momento de la explosión rodeaban al menor (…), mientras que los otros, que resultaron heridos, se encontraban algo alejados, unos conversando y otro jugando bajo una mesa”.
Conforme el día transcurría se fueron dando más precisiones de cómo pasaron los hechos. Se supo que, desde unas horas antes, los menores estaban jugando a la pelota en la vecindad, hasta que uno de ellos lanzó el balón muy alto, tanto que terminó en el techo de una de las casas. Al no haber una escalera, el niño Rocha subió por una ventana, pero la pelota no estaba. Sin embargo, el menor no bajó con las manos vacías. Lo hizo con una bomba ignorando que lo era.
El artefacto metálico tenía forma de cilindro y se podría decir que era la réplica mortal del de Magdalena. En medio del zaguán de la humilde quinta, la bomba quedó a la vista de todos. Los hermanitos Vitorero, los más pequeños, se acercaron al círculo que formaron alrededor del extraño objeto. “Le saco la pólvora para hacerme un dirigible”, repetía el niño Rocha. “Tenía forma de pez”, dijo un testigo sobreviviente. El primer golpe al medio no le hizo nada. El segundo golpe en la punta, donde estaba el percutor, acabó por hacerla explosionar.
Un estruendo bélico, una lluvia de trozos de adobe y polvo y gritos ensordecedores marcaron el instante. La escena parecía avanzar en cámara lenta. Los segundos pesaban como una plancha de plomo en las espaldas. Quedaron fracturas expuestas, heridas graves por esquirlas, cuerpos sin vida. Así fue esa tarde de infierno en Surquillo. Minutos después, las sirenas de los bomberos, de la Policía y las ambulancias se escucharon con mayor intensidad. Los mismos hospitales que recibieron a las víctimas de la semana anterior acogieron también a estas que se desvanecían en los brazos de sus padres.
Llegaron a la escena del crimen, el prefecto de Lima, el coronel Ramón Ramírez Espinoza, el comisario Agustín Jordán Romero y los demás expertos en criminalística para recoger pruebas, testimonios y evidencia técnica del hecho. Lo que más llamó la atención fue un pedazo de fierro, en forma de espiral, que habría sido la espoleta. Lo que recogieran serviría para establecer qué tipo de artefacto explosivo era el que se accionó esa tarde.
Evidencias dispersas por Miraflores, La Victoria y Lince
Al día siguiente, jueves 6 de marzo, los limeños empezaron a movilizarse. Los vecinos de todos los distritos buscaron en sus parques, pasajes, calles y jirones; en sus techos, jardines y esquinas -como sabuesos humanos-, algún artefacto u objeto sospechoso. Un barrido por toda la ciudad, una cruzada en bien de los niños se impuso en la conciencia de los vecinos. Y aparecieron más bombas olvidadas o dejadas a propósito, nadie sabía. Aparecían y eran entregadas a la Policía.
Ese día, en Miraflores, en la Comisaría de Balta, la señora Cecilia Candioti de Pachas entregó una bala de cañón, que medía 30 centímetros de largo. Fue uno de sus hijos el que la halló en un basural de Surquillo, contó a los policías. Mientras tanto en Lince, Carlos Chiarella, un agente municipal del distrito, halló dos cascos de bomba, sin estallar, en una zona despoblada de la urbanización Risso. Dejó estas evidencias en la comisaría del sector. Finalmente, la jornada de reacción cívica terminó en la noche, cuando Cristóbal Contreras entregó en una comisaría de La Victoria nada menos que una granada, que encontró casualmente cerca a su casa en el jirón Canta.
Las sospechas se incrementaron, pero no se llegó a determinar directamente a un responsable. No obstante, era evidente que al ser un armamento de guerra el origen era una fuente militar. Hacía dos años que había concluido la dictadura del general Manuel A. Odría, y estaba en el poder, elegido democráticamente en 1956, Manuel Prado Ugarteche. Los indicios iban dirigidos hacia el lado de los desestabilizadores políticos, como un rezago de la dictadura militar anterior, pero no hubo nada en concreto. Lo más concreto fue el dolor, la rabia y la tristeza que cundió con la pérdida de esas inocentes vidas infantiles.