Ese grupo de periodistas del diario El Comercio querían acercarse a los problemas de la gente y saber, de primera mano, cómo podían colaborar en la solución desde la misión de la prensa. Le dieron el nombre de “Encuesta para un Plan del Perú”, pero quedó en la memoria de la gente con el nombre de “Plan Perú”.
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Desde el primer viaje en agosto de 1956 hacia Piura, la tarea se convirtió en una aventura de servicio al país, que se prolongó hasta abril de 1960. Fueron 44 meses seguidos de trabajo. Cada incursión en un pueblo, localidad o ciudad del país, traía bajo el brazo un reportaje, una crónica o una entrevista, que se publicaba días después en el diario decano.
El último lugar al que llegaron los periodistas del “Plan Perú”, tras una travesía en una embarcación fluvial que surcó el río Amazonas durante más de seis horas, fue un oscuro y casi olvidado leprosorio, en el pueblo de San Pablo, en la provincia de Ramón Castilla, en Loreto. El local se ubicaba en el margen izquierdo del Amazonas, a 350 kilómetros de Iquitos.
En la década de 1960 había un leprosorio en Lima y también existían otros en algunos lugares del país; sin embargo, el que acogía a los pacientes del “Mal de Hansen”, en plena selva peruana, era parte aún de una “leyenda negra”: allí estaban los azotados por una “enfermedad bíblica”, vinculada con una especie de descenso a los infiernos; un espacio perdido y escondido creado para un destierro de muerte en vida.
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Esas imágenes apocalípticas perduraron aun durante muchas décadas. Lo que vieron los periodistas de El Comercio en esos días, a inicios de abril de 1960, fue una colonia hacinada, aislada y con carencias médicas. Había en el nosocomio 572 pacientes que afrontaban las consecuencias de su enfermedad con mucha dignidad.
El leprosorio de San Pablo estaba dividido entonces en dos zonas: una para la población enferma y otra, distante a aquella, ambientada para el personal médico y administrativo. Estos médicos y funcionarios se mantenían cerca, pese a la “leyenda negra” que soportaba el sanatorio.
Los pacientes mutilados por su mal llegaban a unos 200 casos; ellos se ubicaban en unas “salas de reposo”, que eran cuartos pequeños construidos de madera y caña; allí, en camillas o camas improvisadas, tenían al menos un control médico elemental.
Los otros pacientes, menos graves o con mutilaciones que aún les permitían movilizarse por sí mismos, vivían en casas muy pequeñas y dispersas, que ellos mismos y sus familiares sanos habían construido en zonas cedidas por las autoridades; por eso estas personas terminaban viviendo juntos a sus enfermos.
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Alejandro Miró Quesada y su equipo, siguiendo con el protocolo hospitalario, se vistieron con la indumentaria de rigor y reportearon cada historia personal. El escuchar a los pacientes fue su tarea diaria. Todos eran dramas humanos que conmovieron el espíritu de esos fogueados hombres de prensa.
Los estigmatizados como leprosos recibían alimentos, donados o enviados desde Lima, pero siempre faltaba para alguien. Por eso, cultivaban en pequeñas chacras sus alimentos, cazaban cuando podían o pescaban regularmente en el río. Sin agua ni desagüe por esos años, empeorando su situación en tiempos de lluvia, esos pacientes curtidos por el dolor mantuvieron su esperanza al ser escuchados por un medio de prensa.
De esta manera, lo primero que expresaron fue ansiedad por la falta de medicamentos contra su mal, que llegaban tarde y en poca cantidad. Pero el asunto médico se agravaba pues la ayuda del Estado solo se enfocaba a controlar la lepra, mas no a los males derivados de ella, como heridas ulceradas que requerían material médico para las curaciones.
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Sin laboratorios ni sala de operaciones, los galenos debían intervenir quirúrgicamente en una mesita del tópico. Los médicos hacían milagros y aun así salvaban varias vidas. Sus hijos convivían con ellos en esas circunstancias y asistían a una escuela que daba a todos la sensación de vivir en comunidad.
La escuela era organizada por las Religiosas Hospitalarias de San José, con sede en Montreal, Canadá. Las monjas habían llegado al pueblo para enseñar a los niños en 1948; y aun hoy en día siguen acompañándolos con un sensible espíritu humano y cristiano.
En la escuela de San Pablo, regido por las hermanas canadienses, los pobladores y pacientes también se reunían en “cabildos abiertos”. De ello fue testigo la misión de El Comercio. Uno de los puntos que reclamaron allí públicamente fue la falta de medidas para reintegrar a la sociedad a los enfermos que venían sobreponiéndose.
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No querían seguir aislados, pedían que se olvidara la costumbre de su destierro, de ese aislamiento que los acababa más rápido que la propia enfermedad. El último viaje del “Plan Perú” confirmó lo que ya habían visto en otras zonas pobres y abandonadas del país: el gran clamor popular por ayuda y apoyo del Estado y las autoridades, y la imperiosa necesidad de desarrollar planes nacionales como el de implementar redes viales en el territorio peruano.
El viejo leprosorio de San Pablo fue fundado el 15 de mayo de 1926, con 180 pacientes. Desde esos años, durante el gobierno del “oncenio” de Augusto B. Leguía empezaron a llegar enfermos del “Mal de Hansen” de todo el país y, también, de países extranjeros. Jóvenes y adultos mayores vivieron allí el ostracismo total.
Con los años, el mítico leprosorio y el mismo pueblo de San Pablo fueron mejorando. En 1993, el pueblo se convirtió en distrito con el nombre de “San Pablo del Amazonas”. Más de 30 años después de la visita de El Comercio, ya había alrededor de tres mil habitantes.
Para el 2019, el distrito de San Pablo supera los 10 mil habitantes, pese a la fuerte migración de los jóvenes -sin ningún rastro de la enfermedad- hacia la ciudad de Iquitos, a otras regiones del país y, principalmente a Lima. Es un pueblo grande, con artesanos y gente dedicada a la agricultura, y ya no solo con pacientes en su leprosorio.
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