Pandemias y rebrotes: ¿Qué no hemos aprendido de la temible gripe española que azotó al Perú en 1918?
Es imposible saber en qué momento se agota definitivamente una epidemia y esta puede retornar muchas veces con características iguales o encubierta con otra sintomatología.
En los meses finales de la Primera Guerra Mundial estalló entre las fuerzas combatientes la mal llamada “gripe española”. Y decimos esto pues su inicio tuvo lugar en Fort Riley, Kansas, en el mes de enero de 1918. Sin prever las dimensiones que llegaría a tener la que se creyó una simple gripe, los hombres entrenados en dicho lugar se embarcaron con destino a Francia y, en muy poco tiempo, contagiaron la que se considera como una de las pandemias más mortíferas de la historia. Diremos anecdóticamente que solo la pequeña isla de Santa Elena, ubicada en el Atlántico Sur, frente a las costas de África, que fue prisión y escenario de la muerte de Napoleón Bonaparte, no tuvo ningún afectado por el fatídico morbo. A su puerto no arribó barco alguno durante los años de la pandemia.
La censura de guerra hizo que ningún medio de comunicación de los países contendientes diera noticias sobre lo que ocurría en los frentes de combate donde la gripe competía en mortalidad con las bayonetas y las balas. A España, que era país neutral, ingresaron enfermos franceses y comenzó a propagarse la infección de la cual los diarios ofrecieron minuciosa información sobre su sintomatología y otros detalles. Por eso, aunque su origen no tuvo nada que ver con España, se asoció su nombre con el fatídico mal que asoló todos los continentes dejando aproximadamente cincuenta millones de víctimas mortales.
El Perú, principalmente Lima y el Callao, no escaparon a la virulencia del morbo que se inició en nuestro primer puerto donde arribaron los portadores de la enfermedad, procedentes de Europa, a partir de agosto de 1918. Como se sabe, la guerra terminaría pocos meses más tarde, el 11 de noviembre del mencionado año.
A finales de enero de 1919 El Comercio, analizando los daños causados por la pandemia, se lamentaba de su luctuoso saldo “únicamente superado por las cifras correspondientes a los años de triste recordación de 1868 y 1873, en que sufrimos los estragos de la fiebre amarilla, y de 1881, en que rendimos millares de preciosas vidas en los campos de San Juan y Miraflores”.
La gripe activó la mortalidad de enfermos de bronconeumonía, neumonía y tuberculosis de Lima hasta llegar a una cifra total de 6,575 personas fallecidas a causa de dichos males a lo largo de 1918. “Si referimos el total de las pérdidas por gripe, hasta el momento que hemos considerado y que no traduce el total de estas pérdidas, a la población de Lima -decía El Comercio- nos hallamos con que la presente epidemia nos ha arrebatado una porcentualidad de 3.5 por ciento de la población, cifra elevada, muy superior a la de Buenos Aires y San Pablo y aun la de Río de Janeiro a pesar de la excepcional gravedad que la plaga alcanza en estas capitales”.
A continuación El Comercio apuntaba las causas que habían potenciado los efectos de la maligna gripe: “Este hecho encuentra su explicación en la creciente miseria de nuestras clases proletarias, víctimas del alza de precios de las subsistencias; de la vivienda pobre, insalubre y cara; de las perturbaciones biológicas determinadas por el pésimo estado sanitario de la capital durante los últimos años y, por último, de la carestía temeraria de los medicamentos, ya a causa de una especulación desenfrenada, ya por su escasez en los mercados mundiales a causa de la guerra”.
“Y es que la gripe, cuya intensidad parece haber sido influida por las condiciones anormales que la conflagración universal ha contribuido a crear, si para algo ha servido, ha sido precisamente para poner más al desnudo y transparencia la condición de vida de las colectividades. Ojalá que la dolorosa lección que de la presente epidemia se desprende, sea debidamente aprovechada por los hombres que tienen a su cargo la tarea de hacer el bien público y de trabajar por el engrandecimiento del Perú y que por fin se decidan a emprender con tenacidad, con fe y con entusiasmo una política sanitaria científicamente inspirada y honradamente cumplida, que coloque a nuestro país en el puesto que debe ocupar entre las naciones civilizadas del porvenir”.
A lo largo de 1919 la gripe fue amainando hasta desaparecer y la calma volvió al espíritu de los cuitados limeños. A finales de junio de 1920 volvió el temor de una nueva epidemia en nuestra capital. Decía El Comercio:
“Con la llegada de la estación invernal, la gripe, que naciera como una pavorosa epidemia en Europa durante la gran guerra, ha vuelto a aparecer en Lima, si no con la virulencia que nos azotara, haciendo un número apreciable de víctimas, el primer año de su llegada, siempre con un notable poder de propagación y asumiendo nuevos caracteres que debe preocupar a nuestros profesionales médicos y a los poderes públicos”.
Entre los nuevos caracteres destacaban un imparable hipo y erupciones cutáneas. El rebrote de la gripe, que llegó a serlo, por suerte dejó pocas víctimas fatales y una enseñanza: es imposible saber en qué momento se agota definitivamente una epidemia y esta puede retornar muchas veces con características iguales o encubierta con otra sintomatología.