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Un paseo sencillo, amoroso y dominical acabó en desgracia aquel 26 de abril de 1964. Un joven profesor se bañaba al lado de su pareja, cuando vio que un par de extraños se acercaban a sus ropas que habían dejado en la playa. Regresaron de inmediato. El hombre los encaró, y se resistió a darles su billetera. Entonces los delincuentes sacaron a relucir una pistola. La lucha terminó con un balazo a quemarropa al bañista. Los asesinos fugaron; mientras, la víctima agonizaba en las arenas de La Chira, en Chorrillos.
Rodolfo Terán Mendoza, de 26 años, había acordado con su joven novia, Irene Guerra Zevallos, de 22 años, salir a pasear a la playa de La Chira, en Chorrillos, al sur de Lima. Ese domingo 26 de abril de 1964 llegaron a las 11 de la mañana, tomaron el sol, se bañaron y dejaron sus enseres personales al pie de un montículo de arena, colgados sobre dos estacas. Conversaron de todo, del presente, del futuro, así pasaron las horas y alrededor de las 3 de tarde, cuando aún Rodolfo e Irene estaban retozando en las aguas de La Chira, vieron que en la playa dos sujetos se acercaban sospechosamente a sus cosas.
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El que voló para impedir que les robaran fue Rodolfo. Lo siguió detrás, Irene. El profesor, y aún estudiante universitario, peleó a golpes con unos de ellos. El otro delincuente, al ver que su compinche iba perdiendo en la lucha, intervino haciendo desigual la confrontación. Rodolfo era golpeado en la cara y el cuerpo muy duramente, y entonces Irene atinó a tirar arena al rostro de los asaltantes, hasta que uno de ellos alcanzó la canasta de paja que llevaban consigo y sacó de allí una pistola.
De inmediato, encajó un tiro a centímetros de Rodolfo Terán. Fue un disparo que le explotó en el pecho, a la altura del corazón. Luego, los maleantes huyeron con dirección a las rocas, perdiéndose a la vista, con rumbo a Chorrillos. La víctima quedó tirada en la arena, agonizante.
Tras varios minutos de desesperación, llegaron algunos miembros de la Guardia Civil (GC); ellos, junto con algunos bañistas, condujeron al herido a la Asistencia Pública de Chorrillos, con la esperanza de que lo salvaran. Pero, en el camino, el joven no resistió y murió. Irene quedó desolada en el centro médico. La pesadilla recién empezaba para ella.
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CASO LA CHIRA: LA INVESTIGACIÓN POLICIAL SE ENFOCÓ EN LA NOVIA DE LA VÍCTIMA
Lo primero que hizo la GC de Chorrillos fue interrogar a Irene Guerra. Ella fue enviada al laboratorio para que le hicieran “la prueba de la parafina, con el fin de descartar su posible intervención en el asesinato de su novio”, indicaba El Comercio. (EC, 27/04/1964). La autopsia de ley indicó que el balazo había perforado el tórax de Terán.
En paralelo, la comisaría se reforzó con otros guardias, con los que realizaron batidas policiales por los sectores más cercanos a La Chira y algunas zonas vecinas. Al mismo tiempo que se avanzaba en ese proceso, el cuerpo del infortunado universitario era conducido a la Morgue Central de Policía. La familia de Terán vivía en el Cercado de Lima, en el jirón Callao, y allí la noticia cayó como una bomba.
Rodolfo Terán aún estudiaba en la universidad, pero trabajaba como profesor y era muy querido en su barrio. El pedido de justicia para él no se hizo esperar. Por eso, quizás, la GC puso mucho celo en sus investigaciones. Para ellos, nadie podía ser descartado hasta no determinar los detalles de los sangrientos sucesos de La Chira.
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El lunes 27 de abril de 1964, la Policía pudo empezar a armar el rompecabezas. Primero, detuvo provisionalmente a la novia de la víctima. La estudiante universitaria Irene Guerra debió quedar detenida en un sector de la Cárcel de Mujeres de Chorrillos, a la espera de la aclaración del caso (en una especie de “prisión preventiva” de hoy).
La GC, por supuesto, evaluó la versión de la novia. Esa en la que llegaron dos sujetos, que les quisieron robar sus ropas y cosas; esa en la que pelearon y en la que un disparo de los delincuentes le cayó en el pecho a Terán. Pero la GC tenía otros testigos que indicaron que la historia no había sido tanto así.
CASO LA CHIRA: LAS VARIAS VERSIONES DE LOS HECHOS CREABAN DUDAS
Los agentes encargados del caso eran por el momento de la Guardia Civil. La GC habló con un pescador de origen japonés, quien se hallaba a unos 50 metros de distancia de la supuesta pelea; y también con un ingeniero, Enrique León Vega, que estaba a unos 150 metros, conversando con una amiga. Ni el japonés ni el ingeniero escucharon el disparo, y tampoco dijeron haber visto una pelea. Eso podía cambiarlo todo.
Incluso, para confundir más las cosas, la propia familia del profesor Terán había declarado que “en anteriores oportunidades este les había informado que un sujeto a quien no identificó por su nombre, lo había amenazado con pegarle si no terminaba sus relaciones con su novia”. (EC, 28/04/1964). Pero había más: los Terán contaron a la GC que, en una ocasión, ese misterioso personaje “había enviado dos matones para que lo amedrentaran, cuando paseaba con Irene por los alrededores de Chosica”. (EC, 28/04/1964)
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Irene Guerra se defendió de esas insinuaciones. La joven no comprendía por qué sospechaban de ella. Entonces detalló aún más el hecho: eran las 3 y 15 de la tarde cuando ocurrió el asalto. Estaban sus cosas puestas “al pie de una duna en La Chira”; por ese mismo lado, habían dejado sus “prendas de vestir”. Los criminales, según Irene, habían aparecido, primero, de forma sospechosa, pasando por su lado e insultándolos, pero no les hicieron caso.
Sin duda, aprovecharon un descuido suyo en las orillas del mar (uno de los sujetos tenía “una camisa cubriéndole la cabeza”) para rebuscar sus cosas, y allí fue que su novio, Rodolfo Terán, les hizo frente. Irene contó que Rodolfo había golpeado a uno de ellos en la ceja y en la sien, y luego, lo que ya se sabía, que ella les había tirado arena, pero que igual siguieron pegándole, hasta que le dispararon.
Aquí Irene Guerra hizo una revelación a los guardias civiles, o al menos no lo había aclarado antes: el tiro parecía que “estaba dirigido a mí”. Luego contó que los maleantes corrieron hacia unas rocas que se hallaban a unos 800 metros. Y que fue ella la que “se acercó a un japonés que pescaba a 50 metros en busca de auxilio, y posteriormente corrió 150 metros para pedirle ayuda a un joven que se hallaba con una amiga, en la misma playa”. (EC, 28/04/1964)
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Esa versión, aclarada por Irene Guerra, se confrontó con la de los testigos. Pero había una explicación del por qué las diferencias: la distancia entre el lugar del crimen y el lugar donde estaban los testigos eran algo distante (50 m. y 150 m.), a lo que hay que sumar la distancia y el desnivel desde el borde de la playa, la duna y las rocas, que llegaba a los 800 metros.
Por eso, la versión de Irene Guerra era comprensible, así como la de los testigos por su ubicación ante los hechos. Al parecer, y eso se aclaró bien con otros testimonios (incluidos los de los asesinos), nadie mentía ni exageraba en sus explicaciones.
No obstante, para la GC no estaba clara la razón por la que el herido no fue atendido de inmediato. Según los agentes, Rodolfo Terán perdió mucha sangre por esperar su traslado a un centro médico. Fue media hora después del asalto que recién fue atendido, cuando ya era demasiado tarde.
Para complicar aún más las cosas, la Policía había recibido en la noche del mismo 26 de abril de 1964, de manos del ingeniero León Vega, un revólver. Pero no era el de los asesinos, sino de la propia víctima, que lo había llevado y lo tenía en el bolsillo de su pantalón (los delincuentes no se percataron de esto).
El revólver se lo llevó el ingeniero para entregárselo luego a la Policía, así le dijo a Irene que haría; pero, lamentablemente, se olvidó de hacerlo en medio de la confusión y solo lo hizo en la noche de ese mismo día… Seis horas después.
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Ni los delincuentes ni la propia víctima lo pudieron usar. Esa situación provocó que el ingeniero León Vega fuera involucrado en el caso y pasara toda la noche en la comisaría, “depositado como posible testigo en el esclarecimiento del caso”. El arma homicida no era hallada aún. Todos sospechaban que todavía la tenía el asesino. (EC, 28/04/1964)
Finalmente, la prueba de parafina para Irene Guerra salió negativa. Pero debió seguir por unos días detenida en la Cárcel de Mujeres de Chorrillos.
CASO LA CHIRA: LA PENOSA RECONSTRUCCIÓN DEL ASESINATO DEL JOVEN PROFESOR
Con varios cabos sueltos, la Guardia Civil estaba decidida a dar con la verdad. Por eso, el mismo martes 28 de abril de 1964, los agentes de ese cuerpo policial decidieron ir a reconstruir los hechos en la propia escena el crimen: en La Chira.
Hasta ese momento, Irene Guerra era la única testigo del asesinato, pues los otros, lejanos testigos, admitieron no haber visto ese homicidio. Los policías se colocaron en el mismo lugar donde estuvieron Rodolfo e Irene, y luego certificaron las distancias y el tipo de zona donde estaban el pescador de origen japonés y el ingeniero León Vega con su amiga.
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Incluso se efectuó un disparo en el mismo sitio donde había ocurrido el penoso hecho. Efectivamente, comprobaron que la detonación no era bien audible, puesto que se perdía con el ruido de las olas del mar. Esto probó la veracidad de lo contado por la testigo. “Luego se calculó el tiempo que llevó a Irene el solicitar auxilio”. (EC, 29/04/1964)
Otras dos personas imitaron, según la testigo, los movimientos de los asesinos, que aparecieron de la nada, registraron los bolsillos de las ropas, hasta que fueron sorprendidos y pelearon mortalmente con la víctima. El Comercio dio la primicia de que la bala asesina había sido “de una pistola calibre 25″. Fue un dato extraoficial, que luego se comprobó.
También se reconfirmó aquel día la prueba negativa a la parafina que la policía mandó hacer a Irene Guerra. Si bien aún el caso estaba íntegramente en manos de la GC, la Policía de Investigaciones del Perú (PIP) no se despreocupó de la historia de Rodolfo Terán. Sus mandos dijeron que seguían el caso por los medios, pero que cuando los testigos sean requeridos por un juez instructor, pedirían trabajar con la GC.
Sin duda, había celos profesionales entre la GC y la PIP, pero ambos buscaban la verdad, como hacía la propia prensa nacional. Por eso, agentes PIP hicieron guardia “en el Puesto de Villa” ante la idea de que el ingeniero León Vega fuera puesto en libertad por la GC. No querían perder de vista a ningún involucrado en el sonado caso.
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Irene Guerra mencionó durante esa reconstrucción del crimen que estaba dispuesta a hacer “un retrato hablado de los asesinos de su novio, en forma especial del autor del disparo, cuyo rostro ha quedado impreso en su memoria”, decía El Comercio. (EC, 29/04/1964). Hasta esos momentos, paradójicamente, los únicos detenidos y presos, eran dos testigos: Irene Guerra y Enrique León Vega. Mientras, los asesinos aún andaban escondidos en algún lugar de Lima.
CASO LA CHIRA: LA ESPECTACULAR CAPTURA DEL ASESINO DEL PROFESOR TERÁN
Tres días después del homicidio, recién fueron detenidos los asesinos del profesor Rodolfo Terán Mendoza. Identificados por la novia de la víctima, estos terminaron confesando su crimen. Irene Guerra había tenido la razón todo ese tiempo. Ella era inocente.
En la madrugada del miércoles 29 de abril de 1964, los agentes PIP actuaron decididamente y detuvieron a estos dos delincuentes. A la una de la mañana de ese día empezó el plan policial y acabó al amanecer, alrededor de las seis de la mañana. El pez principal era, sin duda, el que había disparado a mansalva contra el profesor Terán. Su nombre: Flavio Rojas Bohórquez (a) ‘El Alemán’.
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En la presentación, realizada en el Departamento de Homicidios de la PIP, el Sub-Inspector Rivera Santander indicó que este delincuente tenía una cicatriz reciente en la sien izquierda, tal y como lo dijo la novia de Terán en los interrogatorios que le hicieron. Y esa herida, como indicó la mujer, se lo había hecho la víctima en medio de la lucha, antes del disparo.
Se confirmó también que el “móvil fue el robo”. ‘El Alemán’ tenía 26 años, la misma edad que su víctima. El segundo delincuente y cómplice del asesino, se llamaba Fulgencio Asencio Izaguirre, de 23 años, quien domiciliaba en el mismo Chorrillos. Con numerosas denuncias por asalto y robo, los dos sujetos, al parecer, se hicieron pasar como pescadores, con pantalones remangados hasta las rodillas y sombrero de paja. Así se ganaban la confianza de la gente. Una vez logrado esto, robaban las prensas de vestir o de valor de los ocasionales bañistas.
Mientras el delincuente Flavio Rojas era presentado en la PIP, su compinche, Fulgencio Asencio, “se encontraba en esos momentos en la playa La Chira, señalando a los investigadores el lugar donde habían arrojado el revólver”. (EC, 30/04/1964). Rojas tenía antecedentes por tentativa de homicidio, ya que en 1961 había disparado en la playa Conchán contra otro delincuente, pero este logró sobrevivir.
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El asesino de Terán “es de regular talla y de contextura atlética. Muestra una expresión permanente de dureza en el rostro, sobre el que destaca una nariz aguileña. Lucía curtido por el sol”. (EC, 30/04/1964). En tanto, Asencio, su cómplice, era delgado y parecía algo enfermo.
Tras la confesión de los maleantes, la PIP allanó la casa de la conviviente de Rojas, en la avenida Aviación, en La Victoria. Allí hallaron una prueba supuestamente irrefutable: “El radio a transistores que le robaron a su víctima y el sombrerito de paja que usó en el momento del asesinato y que había sido descrito por la novia de Terán Mendoza”. (EC, 30/04/1964). Sin embargo, la conviviente de Rojas mostraría luego una factura de compra, desbaratando la hipótesis policial. El sombrerito sí era real.
En sus pesquisas, los agentes PIP habían interrogado a un pescador que no había sido captado por la Guardia Civil. Este testigo, al ver las fotos de los sospechosos, no dudó en identificarlos como los que andaban merodeando entre las cosas de los bañistas ese domingo 26 de abril, disfrazados de gente de mar.
No obstante todo ello, la GC tenía detenidos a la estudiante universitaria Irene Guerra y al ingeniero Enrique Vega León, y es más, los puso a disposición del Juez Instructor de Turno. La GC los consideraba, pese a todo, “sospechosa de homicidio y cómplice”, respectivamente. (EC, 30/04/1964).
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A todas luces, esa medida parecía injusta, ya que se venía probando que la novia de Terán decía la verdad y Vega León solo había tratado de auxiliar al herido y ayudar a la chica. Ingeniándoselas, el detenido Vega hizo llegar a El Comercio una carta de puño y letra. El mensaje escrito fue publicado en la edición del jueves 30 de abril de 1964, y decía lo siguiente:
“Hace tres días estoy en la Comisaría; ahora ya se esclareció el caso de la ‘Chira’, en el cual no tenía nada que ver y luego de esclarecer, me encuentro depositado en la Carceleta del Palacio de Justicia, sabe Dios hasta cuándo. Ruegoles hacer público este atropello del cual soy perjudicado. Gracias. Fecha, 29 de abril y una firma”.
Por su parte, el asesino confeso Flavio Rojas no pudo ser interrogado por la prensa nacional, puesto que se hallaba en calidad de “incomunicado” por el momento.
CASO LA CHIRA: EL ASESINO ENFRENTÓ LA PRUEBA DE PARAFINA Y HALLARON EL ARMA HOMICIDA
Así como la novia de Rodolfo Terán, Irene Guerra había sido puesta a prueba con la parafina, de la cual salió airosa, ahora le tocaba el turno al verdadero sospechoso: el delincuente Flavio Rojas Bohórquez. Por supuesto que su prueba salió positiva. Entonces, el jueves 30 de abril de 1964, por la mañana, los dos delincuentes fueron puestos por la PIP a disposición de las autoridades judiciales, con un cúmulo de pruebas recogidas por los investigadores.
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Recién en horas de la noche salieron libres Irene Guerra y Enrique Vega León. A las 7 y 30 de la noche, la joven Irene cruzó la puerta de salida del Penal de Mujeres. Lloró de alegría, y dijo que lo hacía porque su inocencia había sido comprobada.
Ya libres los inocentes y en cárcel los verdaderos culpables del caso La Chira, el feriado viernes 1 de mayo de 1964 llegó con una buena noticia para el caso: la PIP había encontrado la pistola homicida escondida en una vieja ramada, la cual cubría una bajada poco usada para llegar a la playa Agua Dulce, en Chorrillos.
El propio Flavio Rojas Bohórquez condujo hasta el lugar a dos policías de investigaciones, al Jefe de la División de Delitos Comunes, el Inspector Reyes Alva y a un cronista de El Comercio (como testigo). Sucedió a las 7 y 30 de la noche. ¿Por qué a esa hora? Pues porque el asesino y también pescador se moría de vergüenza de que sus amigos y conocidos lo vieran en persona, esposado, rodeado de agentes y evidentemente acusado de homicidio. “El arma, según confesó, la había robado hace un mes en la playa Las Salinas, del interior de un auto Wolkswagen”. (EC, 02/05/1964)
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Luego de haber mentido durante tres días, al igual que su compinche, al decir que había arrojado el arma en las inmediaciones de La Chira, recién se animó a decir la verdad cuando la Policía le aseguró que su conviviente saldría en libertad (estaba embarazada). Al parecer, Rojas quería que ella estuviera bien, alejada de su delito, pues no había tenido nada que ver.
La pistola estaba escondida y era una “Browning” calibre 25; a su lado, bien envuelta en una bolsa plástica, se halló también la verdadera radio a transistores que le había robado a su víctima. La PIP, además, comprobó que Rojas era, más allá de un peligroso delincuente, un tipo que poseía una chalana y también hacía pesca. Era un pescador o se había dedicado a ese oficio.
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Flavio Rojas Bohórquez tenía aún algo pendiente que decir a la Policía: cuando le preguntaron, ¿dónde había ocultado la camisa ensangrentada que usó en el homicidio? Rojas no tuvo más remedio que llevar a los agentes a la casa de la lavandera a quien dio la camisa. La PIP recuperó la prenda de vestir, pero ya estaba perfectamente lavada.
En un hecho anecdótico, el homicida aprovechó para darle un encargo a la lavandera, en la que confiaba evidentemente: “Dígale a mi hermano que mi mujer le va a traer dinero para pintar la chalana; que la cuide y que la trabaje”, dijo apurado por los agentes.
El reportero del diario decano llegó a preguntarle entonces ¿por qué se había dedicado a la delincuencia? Rojas le contestó que la chalana “no le producía mucho”. De inmediato, rogó a los agentes que no detuvieran a la lavandera porque ella no sabía nada cuando le había entregado la camisa.
Todo estaba consumado para Flavio Rojas y su compinche… La GC y la PIP dieron el caso por cerrado, y fueron las autoridades judiciales las que les darían la pena que merecía su impiedad con el joven profesor de la playa La Chira.
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